Que 20 años es mucho... para la ciencia
Para reencontrarse con un primer amor, 20 años quizá no son nada, pero para la organización de la ciencia española son demasiados, tantos que probablemente va siendo ya hora de renovar sus reglas de juego.
Repasemos la historia de estos años: habían transcurrido sólo cinco desde la muerte de Franco y en la sociedad española existían grandes expectativas de cambio. Por aquel entonces, los indicadores habituales reflejaban también un sistema de I+D débil, poco estructurado y muy necesitado de intervención política, que nos situaba internacionalmente en el pelotón de los torpes.
Si se elegía un indicador como la producción de coches, resultaba que España estaba accediendo al pelotón de cabeza del mundo pero, en cambio, los modestísimos 3.382 documentos científicos de autoría española en la base de datos del ISI de Filadelfia en 1981 nos relegaban a un deshonroso lugar de la clasificación mundial.
Hoy podríamos plantearnos algún gran programa científico de carácter estratégico
Así las cosas, casi inmediatamente después de tomar posesión el primer Gobierno socialista, se emprendieron algunas reformas de carácter urgente, para impulsar y ordenar la investigación española, dentro de la estrategia de modernización del país.
No obstante, el Gobierno era consciente de la insuficiencia de aquellas medidas, como lo reconoce el propio presidente Felipe González ("es preciso encauzar mediante una reforma institucional
[la] coordinación [y] un presupuesto único [para la investigación y el desarrollo]") y su ministro de Educación y Ciencia ("todas esas acciones se han venido sosteniendo exclusivamente en una voluntad política que precisa de un necesario apoyo legal y de una clara concreción institucional").
Se partía, pues, del supuesto de que existía una especie de situación patológica, cuyo remedio tenía que ser la aprobación de una ley capaz de corregir las deficiencias de un sistema científico-tecnológico heredado de la era predemocrática. Estas deficiencias eran de naturaleza estructural, porque el sistema no guardaba proporción con la población, la renta, el nivel educativo o la capacidad de producción del país y, además, el sector público tenía una dimensión desproporcionada con relación al sector productivo; de naturaleza organizativa, porque existía un desbarajuste de órganos que ejercían simultáneamente funciones planificadoras, financiadoras, evaluadoras, gestoras y ejecutoras de I+D y, finalmente, deficiencias de naturaleza presupuestaria, reflejadas en la dispersión del gasto entre los diferentes departamentos.
La decisión de elaborar una ley, por otra parte, era congruente con el entusiasmo regeneracionista que caracterizó el triunfo electoral del PSOE en las elecciones de 1982: el lema había sido "el cambio" y el objetivo, "que España funcionase" y para ello parecía no existir otro procedimiento más eficaz que la elaboración de leyes que encauzasen el dinamismo social.
Téngase en cuenta que aquella primera legislatura socialista de 1982-86 fue la más fecunda en número de leyes aprobadas: se aprobaron 200, es decir, más que en ninguna otra de la etapa democrática.
Aceptado, pues, el diagnóstico, el liderazgo en la elaboración de la ley recayó sobre el Ministerio de Educación y Ciencia, dirigido por José María Maravall; el segundo ministerio más implicado fue el de Industria y Energía, dirigido por Carlos Solchaga, pero resultó también determinante la colaboración del de Economía y Hacienda, dirigido por Miguel Boyer.
Otros ministerios, como Defensa, Obras Públicas, Agricultura y Pesca y Sanidad y Consumo, participaron también en el debate del proyecto de ley. Concretamente, su propia denominación de Ley de Fomento y Coordinación General de la Investigación Científica y Técnica se debió a una iniciativa de Ernest Lluch, ministro de Sanidad y Consumo, quien propuso reproducir literalmente lo que establece el artículo 149 de la Constitución, para evitar posibles recursos de las comunidades autónomas.
El debate parlamentario de la ley, a pesar de los diferentes modelos propuestos por los distintos grupos, acabaría consiguiendo una insólita unanimidad final. La implicación de tantos actores obligó, sin embargo, a una serie de compromisos, que le restaron coherencia, ambición y, a la larga, eficacia.
El texto que se aprobaría resultó, pues, una especie de mínimo común denominador, que reflejaba lo máximo que estaban dispuestos a ceder los ministerios sectoriales, las comunidades autónomas y las universidades: los tribalismos institucionales y la defensa de intereses corporativos acompañaron, como era de esperar, los procesos de elaboración y aprobación de la ley.
En cualquier caso, esta ley creó las reglas de juego y los instrumentos de gestión de la I+D española contemporánea y desató un dinamismo que ha permitido el gran salto adelante de nuestra investigación científica y, así, los indicadores internacionales de medición de los sistemas de I+D ya no nos sitúan hoy en el pelotón de los torpes, sino en una confortable posición en la liga de campeones de la ciencia mundial.
"Past is a foreign country", que decía L. P. Hartley, y esta opinión se cumple de manera cabal en la evolución que hemos seguido en el último cuarto de siglo, hasta el extremo de que la España de 1985 nos parece hoy casi un país extranjero.
Un ejemplo bastará para visualizar el progreso realizado en estos años: la producción científica actual del CSIC es equivalente a toda la producción española de comienzos de la década de los ochenta y ello se debe en no pequeña medida a la Ley de la Ciencia.
Sin embargo, su propio éxito la ha conducido a una obsolescencia irrecuperable: lo que pudo valer en su día para regular un raquítico sistema de I+D resulta hoy insuficiente para ordenar un sistema ya relativamente orondo... aunque con problemas para un crecimiento y desarrollo sanos, a cuya dieta contribuyen la capital de la Unión Europea, la capital del Estado y las capitales de las comunidades autónomas, por no hablar de algunos departamentos ministeriales que parecen querer compensar su pérdida de competencias con la asunción de protagonismo en política científica. Los problemas que hoy se nos plantean son, pues, diferentes.
Así, después de 20 años de constatar la contumaz parsimonia del sector empresarial español en su dedicación a la I+D, quizá habría que cambiar la estrategia de tratar de resolver la cuestión desde la oferta pública y buscar su implicación por otras vías.
Así también, después de 20 años de incrementar la presencia cuantitativa de publicaciones españolas en las bases de datos internacionales, quizá habría que poner ahora más énfasis en su calidad, originalidad y consiguiente impacto.
Ítem más, que nuestra liga de fútbol esté trufada de figuras extranjeras y, en cambio, el sistema de I+D siga la política bilbaína de contar sólo con la cantera local quizá no esté muy justificado en estos tiempos globalizados.
Otrosí, que la gestión de la investigación dependa frecuentemente de escribanos de manguito y visera debería ser replanteado.
Por otra parte, la investigación española de entonces no podía ni soñar en proyectos de Big Science. Hoy, después de bases en la Antártida, centros de supercomputación, grandes telescopios, plataformas de investigación marina, aceleradores de partículas, salas blancas y otros costosos ingenios, quizá podríamos plantearnos algún gran programa científico de carácter estratégico.
Son ejemplos de cuáles podrían ser los contenidos de una regulación de la I+D a la altura de este Año de la Ciencia, porque la norma todavía ¿vigente? tiene ya la frente marchita y las nieves del tiempo plantean su sien.
Junto a Arturo García Arroyo y Javier López Facal firman este artículo Emilio Muñoz, Jesús Sebastián y Enric Tortosa, miembros igualmente de la Red CTI-CSIC
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