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Columna
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Fascinación por Tintoretto

Quien cruza el túnel, que comunica en la plaza de Cibeles el Banco de España con el edificio de Correos, a cualquier hora del día se topa con la desoladora imagen de algunos mendigos que allí se han construido un habitáculo con cartones. En la mañana del martes, y rumbo al museo del Prado, donde se presentaba el espléndido libro Tintoretto y los escritores (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores), de Vicente Molina Foix, crucé ese túnel y sentí ese pinchazo de tristeza -por fortuna, sólo instantáneo- que produce el toparse con cualquiera de las múltiples modalidades de desgracia humana. Todos sabemos por experiencia, e incluso sin necesidad de haber leído la novela Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf, que circula por nuestra mente un flujo constante de ideas y de sensaciones que nos lleva, en décimas de segundo, de la tristeza a la alegría: el ya célebre stream of conciousness, o flujo de conciencia, según la certera acuñación del filósofo William James, hermano del novelista Henry, quien tanto admiró a Tintoretto. Este genio veneciano es el pintor de quienes aman la literatura, según sentenció la novelista norteamericana Mary McCarthy. Y así, en cuanto salí del túnel de Cibeles, me maravilló la extraordinaria belleza del paseo del Prado. Los árboles del paseo, tan altos y hoy desnudos, son un espectáculo que, si hubiera sido un peatón más perspicaz, lo habría visto, en ese momento, como una premonición de que, al día siguiente, el Liverpool le iba a dejar al Barça en cueros. "También los cedros del Líbano caen", le oí, hace ya unos años, a un sacerdote que oficiaba un funeral en la parroquia de Nuestra Señora de Altamira de la madrileña calle de Finisterre. Y tampoco en aquella ocasión, y ni siquiera en cancha sagrada y, por tanto, con supuesta asistencia del cielo, adiviné el gorigori gregoriano del pasado miércoles: Barça 1-Liverpool 2.

Llevado de mi habitual superficialidad, que me impide leer el futuro en la corteza de los árboles y en los sermones de los sacerdotes, tras cruzar la plaza de Neptuno, a los pocos minutos, estaba en la sala del museo en la que se presentaba Tintoretto y los escritores. El director del Museo Nacional del Prado -es su nombre exacto-, Miguel Zugaza, el comisario de la exposición de Tintoretto que exhibe el museo, Miguel Falomir, y Joan Riambau, subdirector de Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, presentaban el libro de Molina Foix escrito con motivo de la exposición. Día llegará en que Zugaza, Falomir y Rumbiau tendrán sus biógrafos a los que sus muchos méritos profesionales los hacen acreedores. Pero en ese momento ellos eran los presentadores -o dicho con el lenguaje burlesco de Tintoretto en su divertidísimo cuadro Venus, Vulcano y Marte, eran los teloneros- y la estrella era Vicente Molina Foix que, con su excelente oratoria, cautivó a la audiencia. Un conferenciante puede lograr dos cosas: cautivar al público o sumirlo en ese sopor que a los menos resistentes a la frustración los lleva a pensar en abrirse las venas. Molina Foix brilla como orador porque improvisa el discurso sobre temas que conoce a fondo. Contó que el libro surgió de algo ocurrido hace ya diez años: la oportunidad de residir durante seis meses en Venecia. Aquella estancia le vino facilitada por la hispanista Elide Pittarello cuya ayuda Molina Foix califica de inestimable en la traducción de algunos abstrusos términos del dialecto véneto. Molina Foix cayó en Venecia bajo el hechizo de Tintoretto y dedicó largas visitas a la Scuola de San Rocco, al museo de la Accademia y a las cinco iglesias, cinco, que guardan algunos de los mejores cuadros del artista. La visita a los lugares que albergan la obra de Tintoretto iba seguida de la lectura de libros de Henry James, Taine o Sartre que relataban experiencias similares a las que Molina Foix estaba viviendo. Un índice onomástico y de obras de 10 diez páginas a doble columna permite suponer que en el libro se habla quizá de más de 500 autores. Esta exposición es una catarata de belleza feroz, de erotismo precursor de Playboy, pero de una magia muy superior a la que ofrece esta revista sacra, y de maestría pictórica. Si Velázquez, rendido admirador de Tintoretto, no hubiera conocido la pintura del veneciano no nos habría dado, por ejemplo, esos dioses griegos que ya no comulgan con la Conferencia Episcopal del Olimpo.

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