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Columna
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Juegos de guerra

El mundo anglosajón, con su realismo habitual, no se anda por las ramas a la hora de buscar expresiones que definan sin ambages el significado de las palabras. Por eso, en la terminología bélica, a las maniobras militares se las califica de war games o juegos de guerra. Lo que pasa es que a veces los juegos se convierten en tragedias. Y esas tragedias, naturalmente, se producen en zonas conflictivas; en zonas donde una chispa puede producir la explosión del polvorín. Y polvorín es, en estos momentos, el golfo Pérsico y, concretamente, el área del estrecho de Hormuz, la vía estratégicamente más importante para el suministro energético de Occidente, y donde un país, EE UU, intenta, con un despliegue de su fuerza naval y balística, amedrentar a otro, Irán, que, aparentemente, no sólo no se deja amedrentar, sino que amenaza con hacer pagar caro cualquier intento de Washington contra su integridad.

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Irán ha respondido al envío de un segundo grupo naval de combate al Golfo por parte de Washington con unos ejercicios militares en la zona, que incluyen el lanzamiento de misiles tierra-aire, de fabricación soviética, y con un incremento de la actividad de sus patrulleras en la zona clave de la desembocadura del Shatt-el-Arab, donde se encuentran las plataformas petrolíferas iraquíes. En el terreno diplomático, las perspectivas de la comunidad internacional de convencer a Irán para que abandone el enriquecimiento de uranio, como le exige el Consejo de Seguridad, son nulas como se demostró ayer en Viena. Irán considera ilegales las suaves sanciones impuestas por la ONU y afirma que, sólo si Occidente suspende sus procesos de enriquecimiento de uranio, estaría dispuesto a hacer lo propio. Hermoso brindis al sol.

En este clima de tensión, cualquier incidente imprevisto en aguas del Golfo puede desencadenar una crisis de impredecibles consecuencias. Así ocurrió durante la guerra Irán-Irak de los años ochenta, que causó un número de víctimas estimado en un millón de muertos, cifras difícilmente digeribles, pero comprensibles cuando se analizan dentro del contexto de la eterna confrontación suní-chií de aquel conflicto, agudizada por los afanes de conquista de Sadam Husein. (Recomiendo leer la pavorosa crónica del conflicto en el libro del periodista británico Robert Fisk, The great war for civilization, donde se describe el envío al frente de niños combatientes de entre 14 y 16 años para limpiar de minas iraquíes el campo de batalla, previo a la llegada de los guardias revolucionarios iraníes).

Dos errores de identificación fueron los causantes de los dos incidentes internacionales más graves del conflicto. En mayo de 1987, un Mirage iraquí casi hundió con dos misiles Exocet, suministrados, como el avión, por Francia, a la fragata americana Stark al confundirla con un buque iraní. Resultado: cerca de 40 muertos. Poco después, y, en otro error de identificación, la fragata estadounidense Vincennes derribó un avión comercial de la Iran Air en vuelo regular de Bandar Abbas a Dubai causando la muerte de sus 289 ocupantes. En aquellos momentos, la Casa Blanca de Ronald Reagan, dominada por pragmáticos, se limitó a tragarse el sapo en el primer caso y a acusar a los iraníes de provocar el segundo incidente por no responder su avión comercial a las advertencias del Vincennes. ¿Qué ocurriría ahora en una situación similar? A la vista de las actitudes de las partes, mejor cruzar los dedos. El nuevo secretario de Defensa, Robert Gates, ha negado, "por enésima vez", que EE UU tenga intención de atacar Irán y que sólo considera la vía diplomática para resolver el contencioso sobre el programa nuclear iraní. Incluso el presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor del Pentágono, el general Peter Pace, ha negado la implicación de "altos cargos iraníes" en el envío de explosivos antitanque a Irak. Pero ni Gates ni Pace podrían detener una acción punitiva contra Irán en el caso de un incidente imprevisto en el Golfo. Sólo queda esperar que ese incidente no se produzca y que George W. Bush no quiera abandonar la Casa Blanca "con un final wagneriano", en palabras de The Economist. Un ataque aéreo a las instalaciones nucleares iraníes sólo reforzaría al ultranacionalista Mahmud Ahmadineyad, en unos momentos en que su posición interna se debilita.

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