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Columna
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A qué otra ciudad van a dar estos túneles

Ahora mismo, mientras toma el segundo café del día y lee las primeras palabras de este artículo, sentado frente a su amor capicúa, a Juan Urbano le ha dado por pensar en los cines que se cierran en Madrid y por preguntarse adónde van exactamente los túneles que se abren en el subsuelo de la ciudad, y ha llegado a la conclusión de que, en el fondo, esas dos historias distintas son las dos mitades de una misma amenaza. Ni que decir tiene que a él también le impresionaban las obras de la M-30, todos esos pasos subterráneos que llevan del Nudo Sur al Vicente Calderón, y de allí hasta el paseo del Marqués de Monistrol; o desde la cuesta de San Vicente hacia la avenida de Portugal; esas conexiones que conducen a los coches, a través de la oscuridad, hasta la A-42 y con las plazas de Legazpi, Santa María de la Cabeza, Pirámides y Marqués de Vadillo. Y, desde luego, sueña con que se haga realidad el parque de 275.000 metros cuadrados que el Ayuntamiento promete que plantará, a lo largo de la próxima legislatura, en ese espacio liberado; y se alegra por los vecinos que, cuando acabe la pesadilla de las grúas y las hormigoneras, verán desde sus ventanas el río Manzanares y un bosque, en lugar de ver automóviles enfadados. "Sí, pero ¿a qué clase de ciudad van a dar esos túneles?", se repitió.

Porque Juan Urbano había hecho algunos viajes a Estados Unidos y allí, en un coche de alquiler, fue de un lado para otro en Los Ángeles, en Atlanta o en Denver, y descubrió lo que significa estar en una de esas ciudades-autopista donde la mayor parte de la gente vive en el extrarradio y el centro se convierte en las afueras, en una zona de paso que no tiene más vida que la de las oficinas; lugares donde no hay más camino que el asfalto y el coche es la única alternativa; sitios que mueren cuando mueren los horarios laborables y que, en un sentido estricto, no están habitados por ciudadanos, sino sólo por empleados. Áreas utilitarias y nada más que eso.

¿Ocurriría igual en esa ciudad de siete millones de personas que va a ser Madrid, donde todo podría terminar estando al otro lado de un largo túnel y las calles que se le quitan a los automóviles es posible que se le vayan a dar a las franquicias y las grandes superficies comerciales, esos edificios repetidos hasta el vértigo que vuelven todas las ciudades la misma y que son, casi siempre, una sucursal del vacío? Juan Urbano dejó que esa pregunta abriera su propio túnel en el aire y al salir por su otro extremo fue a dar al asunto de los cines. Ayer había leído en el periódico que la Asamblea Ciudadana del Barrio de Universidad y la Federación Regional de Asociaciones de Vecinos de Madrid han firmado un manifiesto contrario al Plan General de Urbanismo que permite cambiar el uso cultural por otro comercial o inmobiliario de los locales históricos que, entre otras cosas, seguía teniendo al borde del derribo al teatro Albéniz y estaba fomentando la desaparición de los cines del centro de la ciudad. Existen muchas salas en el extrarradio, naturalmente, a las que ya se puede o se podrá llegar a través de un túnel, pero los firmantes del escrito sostienen que "los cines del centro son espacios culturales y de convivencia vecinal", aseguran que no desean pertenecer "a una sociedad de individuos aislados y enchufados al ordenador" y dicen que lo último que quieren es verse obligados a "coger el coche para acudir a las multisalas, generando más atasco del que ya soportamos". Como la destrucción duele pero con el tiempo se olvida, Juan se sorprendió al leer el inventario de los cines difuntos en los últimos años, que le pareció la lista de bajas de una guerra: el Azul, el Bilbao, los Alcalá Multicines, el Aragón, el Cristal, el Cine Estudio Bogart, el Novedades, la sala Fuencarral, el Cinema España, el Alexandra, el Benlliure y los Luna, además de ser inminente la voladura del Tívoli y haberse anunciado la extinción de otros clásicos de la Gran Vía, de los que se conservará la fachada pero que van a dedicarse, cómo no, a un uso comercial: el Avenida y el Palacio de la Música.

Miró otra vez a su chica capicúa, que era como dejarse deslumbrar por una luz que anulaba toda la oscuridad del mundo, y se preguntó si ahí era donde iban a dar los túneles de Madrid, a una ciudad fingida, sin historia, hecha alrededor de mil centros comerciales, reconstruida a base de urbanizaciones a varios kilómetros de otra ciudad que una vez estuvo llena de vida. Cerró el diario, porque de pronto no se sentía muy bien.

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