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Columna
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El centro comercial

No tengo nada en contra del centro comercial, me parece un gran invento y además acabó con el aire algo deprimente de las antiguas galerías comerciales. Sólo siento que algo que diseñó un tal Victor Gruen allá en Minneapolis, imitando lo que podría ser la Gran Vía con su pasillo central para pasear y los locales a los lados, acabe sustituyendo al original en su propio terreno. Hay que admitir que el centro comercial ha tenido tanto éxito que se ha convertido en el locus amoenus de nuestros días. Garcilaso de la Vega situaba este lugar idílico en las riberas de los ríos y en los prados y escribía églogas sobre él, mientras que ahora nos lo encontramos tras unas puertas de cristal que se abren solas. En su interior en verano corre una fresca brisa y en invierno parece que nos calienta una hoguera invisible. Pero, cuidado, porque si su oferta no se renueva, si sólo se trata de comprar y comprar, y si además continuamos encontrándonos con las tiendas de ropa de siempre y con los restaurantes de siempre, sin nada que realmente nos divierta (salvo unos cines en los que la única película doblada que se pone es esa cinta gore sobre los mayas de Mel Gibson), pueden correr la misma suerte desastrosa que en todo el país están teniendo los parques temáticos, entre ellos el Parque Warner, de Madrid, que puede que visite antes de que desaparezca ahora que me acuerdo de que existe.

Echo de menos en el recinto de Príncipe Pío una buena librería, ausencia llamativa en un espacio tan grande

No quiero ni imaginarme un futuro con enormes centros comerciales huecos, vacíos y fantasmales, que podrían servir de decorado para nuevas fantasías apocalípticas del bueno de Mel Gibson. Siempre que paso por el centro comercial más cercano a mi casa, el de Príncipe Pío, pienso que por lo menos podría haber una de esas boleras de antaño o unos futbolines, para que la gente haga algo con las manos aparte de sacar y meter la visa de la cartera. Pienso que daría mucha vidilla. Precisamente estos días ha fallecido el inventor del futbolín, Alejandro Finisterre. Del futbolín nada menos. Un invento mucho más importante que el del centro comercial porque nos ayudaba a imaginar sin gastar un euro. Los niños españoles hemos crecido con un futbolín en algún rincón de la casa, o de los bares. En muchos bares solía haber un futbolín donde echar una partida, un pretexto para dejar de beber un rato y de compartir unos momentos con alguien.

Los inventores son seres portentosos, que te cogen un trozo de madera y te construyen algo que necesites, o te crean la necesidad de usarlo en el futuro. Intervienen en la realidad, agrandándola y sofisticándola, y no deben de aburrirse nunca porque para ellos el mundo es un pozo sin fondo del que se puede sacar una botella, un corcho, un sacacorchos y así sucesivamente. Tal vez de niños todos seamos un poco inventores pero luego lo olvidamos, y en el fondo algunos novelistas lo que queremos es rescatar al inventor que llevamos dentro. Hablando de novelas, también echo de menos en el centro de Príncipe Pío una buena librería, ausencia llamativa en un espacio tan grande. Al principio hubo un Relay con sus mesas de novedades y sus vitrinas con libros de bolsillo, que duró un abrir y cerrar de ojos. Se traspasó y en su lugar se puso otro negocio, y los libros fueron desplazados fuera del recinto. Ahora están en la zona de paso que va de los andenes a las puertas de acceso al locus amoenus, junto con puestos de artesanía diversa y abalorios. Da la impresión de que los pobres han sido expulsados de esta ciudadela o del paraíso, ¿por qué? Nadie lo sabe. No hay nada en contra de ellos, no es nada personal, pero digamos que nadie siente interés porque estén dentro y que a nadie le duele que permanezcan fuera. Cosas de la vida. La vida es injusta. O mejor dicho, no es justa porque la vida es indiferente. El caso es que ahí están, sobre una gran mesa, larga y ancha, a su aire.

Los hay de todas clases. Algunos son supervivientes de otras temporadas, de colecciones de aquí y allá, y uno tiene la oportunidad de rescatar algo interesante de vez en cuando. Otros parecen hechos justo para este sitio, y los hay que ni siquiera están firmados por ningún autor. Los voluminosos diccionarios de sueños son los que más abundan. Y si abundan es porque se venden, y si se venden es porque a la gente le interesan sus sueños. El inconsciente, menudo invento.

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