Macho man
No hay nada más sexual que un hombre bailando flamenco. Lo que corra por las mentes de las mujeres americanas no lo sé, pero aparte de admirar el baile, seguro que luego sueñan.
EN FEBRERO, en Nueva York, sube la testosterona. Falta hace que algo suba porque el frío es intimidatorio. En febrero se pone la Gran Patata llena de flamencos, que no saben ni pizca de inglés, pero que se mueven como si el mundo fuera suyo. Lo es. Son casi los únicos artistas españoles que te dicen: "Mañana me voy a Hong Kong". Cuando éramos pequeños oíamos a las folclóricas afirmar que habían triunfado en Suramérica. Nunca les dimos crédito. Ahora que podemos viajar y comprobarlo, vemos que sí, que Paco de Lucía es recibido como si fuera Dios en el Carnegie Hall, y que cuando le regala al público unas notas de aquella mítica Entre dos aguas, el teatro se pone en pie. Los flamencos son los artistas mimados del mundo (pero der mundo mundiá). Tan mimados están que luego corre el rumorcillo de que ya no se levantan de la cama si no es por una cantidad que nunca cobraría un artista de jazz americano, por poner el ejemplo de otra música de raíz popular. Los representantes aprovechan el tirón, y los flamencos a veces renuncian a actuaciones interesantes artísticamente por poner el caché tan por las nubes. Pero a lo que iba, en febrero el frío apuñala y los flamencos provocan sueños calientes. No hay nada más sexual (no sensual) que un hombre bailando flamenco. Lo que corra por las mentes de las mujeres americanas no lo sé, pero aparte de admirar el baile, que eso cualquiera, estoy segura de que luego sueñan. Cualquiera. No hace falta ni ser anglosajona, ni estar desesperada. Bien, pues para contrarrestar semejante despliegue hormonal y desactivar definitivamente el mito del macho español -digo "español" aunque en este caso casi podríamos reducirlo al ámbito de la realidad nacional andaluza-, The New York Times sacaba esta semana un reportaje en sus páginas de Internacional, que vienen a ser, bien mirado, páginas nacionales, porque casi todas hablan del impacto de la política exterior americana en el mundo; The New York Times, digo, destacaba, junto al desastre de la guerra de Irak, y a la bajada de popularidad de Bush, que se ha colocado a la altura de Nixon en sus peores momentos, ahí, en esas páginas en las que Estados Unidos dice que mira al mundo y en realidad se mira el ombligo, un reportaje exhaustivo sobre la caída del rendimiento sexual de los machos de la España plural. Lanzo esta pregunta a la galería: ¿era necesaria esta suerte de humillación pública? Porque yo (concretamente) la única explicación lógica que encuentro a la necesidad de tal reportaje es que provenga del resentimiento, que al autor de dicha pieza un flamenco (o similar) le levantara una novia. El reportaje tiene tintes científicos, que es lo que hacemos todos cuando queremos que nuestras venganzas personales queden camufladas, y nuestro reportero viene a decir que el español, aquel hombre feliz y relajado, que echaba a diario su hora de siesta, se ha convertido en un adicto al trabajo como cualquier idiota del mundo anglosajón, y a consecuencia de la pérdida de los valores mediterráneos, el miembro no se le pone en órbita. Por fortuna, el macho ya no es tan machista y puede afrontar tan deprimente hecho con menos vergüenza que antaño. El ex macho español (cualquiera, usted mismo que lee ahora mismo este artículo) acude con naturalidad al urólogo, y después de hablar de la próstata, los triglicéridos, el calentamiento global, la rebaja de pena de De Juana Chaos, los interrogatorios a presos en Guantánamo, la ya célebre simpatía de Aznar con los periodistas españoles, la ley del libro, la del cine y la Pasarela Cibeles, ese hombre carraspea y le dice al médico lo que el médico ya sabe, o sea, que no se le levanta. Y el médico, por descartar, le pregunta: ¿no será cosa del cansancio matrimonial, no estará pidiendo usted a gritos otros estímulos? Y el hombre, el ex macho ibérico, le dice aquello que decía Bioy en unos de sus cuentos de la manera más argentina posible: "No, no, doctor, con mi señora nos adoramos". Entonces el doctor extiende la receta milagrosa, la Viagra, y el ex macho corre desesperado a la farmacia más lejana. Por ejemplo, si el ex macho está empadronado en Chamberí, el ex macho es capaz de irse a una botica de Getafe. Pero no siempre, según el reportero rencoroso de The New York Times, el ex macho le pide la receta al médico, porque la Viagra a día de hoy se vende de tapadillo por discotecas y pubs, destinada sobre todo a machos que saben que a las cuatro de la madrugada, y tras haberse cogido un pedo elenosalgadiense, el pene (polla, si sobrepasa los quince centímetros) no responderá a los estímulos. Y como dice la copla, "es una pena / tener hambre y no tener cena". Total, que la conclusión del periódico de los periódicos del mundo es que, una vez que el macho hispánico dijo adiós a las viagras naturales (o sea, la siesta, la vida apacible, el ritmo de trabajo moderado), dicho macho necesita tomarse una pastilla para ponerse a funcionar. Lo cual es lamentable, según declaraciones de ¡Nacho Vidal! a The New York Times, porque, según Nacho (al cual le sigue sin caber el miembro en un vaso de cubata), lo bonito es que el empalmamiento venga a consecuencia de una estimulación natural. Habló quien pudo. El caso es que yo, preocupada porque esta realidad nacional de los machos comprando Viagra por las esquinas sea verdad y se me esté escapando, he escrito a esas amigas que están en la plenitud de su madurez para ver si ellas saben algo. Me han contestado que no tienen constancia. ¿Será cierto, queridas amigas, y este cachondeo viagresco está ocurriendo a nuestras espaldas, o habrá que ponerlo en cuarentena, como cuando The New York Times defendía la existencia de armas de destrucción masiva en Irak? Se queda una con la mosca detrás de la oreja.
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