Historias de entonces
El cambio hace tiempo que llegó a las mujeres y no se ha reducido a nuevas generaciones de sangre caliente, propósitos, deseos y proyectos individuales. Hay muchas funcionarias, abogadas, médicas, dependientas que llegan al límite de la jubilación legal con la jornada de trabajo íntegra, desempeñándola con tanta o mejor habilidad y maestría que sus congéneres. Las señoras de edad han ganado en independencia, aunque hay aún muchas que soporten un yugo silencioso: el de cargar con los nietos, como cuando tenían poco que hacer. La vida, en Madrid, para esas damas que despachaban las tareas hogareñas, personalmente o con la ayuda de criadas o asistentas, ya no se reduce a los casi desaparecidos salones de té -reemplazados por cafeterías cada vez más ambiguas- donde reunirse con usuales amigas, casadas o viudas. La peluquería, quizás el pausado mercado matinal, las convocaba entonces y eran los lugares idóneos para enterarse y transmitir noticias, chismes o apreciaciones personales, sustituido, con abrumadora diversidad, por los programas inacabables de la televisión que se dedican a esas cosas, a más de las revistas del corazón que parecen conservar sus tiradas y una clientela que presumo no renovable.
Aún sobreviven algunos de aquellos amables mentideros en torno a unas tazas de café
Pero aún sobreviven algunos de aquellos amables mentideros. Hacia media tarde se inicia la sesión, en torno a unas tazas de café, té, chocolate e incluso con incursiones levemente alcohólicas. Me fascinan y procuro, con una discreción inveterada, pero que la creciente sordera me transmite de forma deficiente, escuchar la charla fluida de esas señoras que posiblemente han manejado la caja registradora en un supermercado, o despachado telas o trajes en una boutique, o dirigido un difícil grupo de enfermeras en una noche de guardia en el hospital.
Me da la impresión de que recuperan a esa hora algo que les es querido y a lo que no desean renunciar. Esperando a una parienta poco puntual, escuchaba la nutrida conversación de cinco damas en la mesa de al lado. Todas muy compuestas, maquilladas con arte, ninguna de las cuales bajaba de los 70 o aledaños. Criticaban, con abierta rudeza, a una amiga ausente, por supuesto, que, al parecer, se había sometido varias veces al trance de la cirugía estética. Quien llevaba la voz cantante, con tono ronco de fumadora habitual, no se andaba con remilgos dialécticos.
-Esa; si la vierais desnuda os parecería uno de los caballos que antes salían en la plaza de toros, sin peto, despanzurrados en la arena. Tiene más huesos que el esqueleto de un dinosaurio. Y nada de que ha ido a Nueva York, Suiza o Brasil. Se lo hace un tipo en Valencia que ni siquiera es médico. Aludiendo al más conocido y afamado especialista, remachó: -De doctor Pitanguy, nada de nada. En todo caso, la que sigue siendo una putanguí de toda la vida es ella...
Agarró un canapé de queso con el índice y el pulgar, manteniendo rígido el meñique. Como la nutritiva información no parecía cegar sus fuentes, continuó hablando mientras un reguero de migas se esparció por el generoso y blando escote.
Pensé, con divertida nostalgia, que aquellas señoras, casi contemporáneas mías, debieron escuchar en su adolescencia el terrible mandamiento: "Niña, en casa a las diez en punto", cuando las costumbres empezaron a relajarse. Hoy no se les ocurriría semejante frase, dirigida a una nieta de 14 años, porque saben que la verían retorcerse de risa sobre una alfombra. Supuse que ellas, aquellas damas, se han puesto al día y han comprendido la evolución de su entorno mucho mejor que los respectivos maridos. Sospecho que, en otros tiempos, podían ser más recatadas en la expresión, pero se comprobaba una tolerancia verbal de amplitud desconocida.
Terció otra contertulia, para traer noticias de una ausente que, al parecer, había padecido una reciente desgracia.
-Ya sabéis que, por fin, ha muerto el amiguito de mengana. ¡Cuánta lata nos ha dado con aquel hombre! Creo que casi todas le conocimos y era majo, a pesar de que pasaba de los 82 años. Llevaba más de veinte manteniéndola y es que nos lo metía por las narices a todas horas: que si me ha comprado una estola de visón; que si nos vamos a Venecia; que ya ha sacado el abono de San Isidro para los dos y ha puesto a mi nombre el apartamento de Torrevieja... Según el relato, la viuda honoraria se ponía algo cargante recordando las cualidades y generosidades de su extinto compañero.
La narradora cortó bruscamente el relato. -Pues chica -le dije-. ¡Ya está bien, Mayte, déjame en paz con la monserga de tu difunto sponsor...
Fue el epitafio para el llorado Estanislao -que ese era, al parecer, su nombre- que tantas veces había invitado a la merienda. Antiguamente se les llamaba protectores, amigos, amantes y, más familiarmente, en la jerga madrileña, barandas.
A veces hablan de política y pueden creerme que, entonces, aquella agudeza y precisión intelectual se desvanece, especialmente si coincidían algunas con predilecciones opuestas. ¡Qué cosas se pueden escuchar!
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