Ángeles custodios
A Ángel Rozas, con sus 79 años inscritos en la memoria del movimiento obrero, hay que ir a encontrarle en los subterráneos del sindicalismo, que palpitan como un cielo de corazones rojos, o que quizá yacen como un cielo desterrado, en los sótanos de la sede de Comisiones Obreras en Via Laietana. Ángel Rozas, que antes que obrero catalán fue trabajador del mármol y pastor andaluz, preside hoy la Fundación Cipriano García, a través de la cual se gestiona el Archivo Histórico de la Comisión Obrera Nacional de Cataluña. En Ángel Rozas existe una verdad biográfica que se sustenta en una búsqueda inacabable de sí mismo, y además existe la otra verdad del que sirvió a una causa, que ahora ya se da por sobreseída. Pero la causa de Ángel Rozas es su infancia de niño analfabeto y también de niño que aprenderá a leer todo seguido, sin detenerse ni en puntos ni en comas, acaso empujado por la prisa de sacar a su padre del analfabetismo; y esa causa es, asimismo, su indefensión de niño que va a quedarse sin padre por no poder pagar a un médico, y por no haber podido comprarle siquiera una medicina o un vaso de leche durante la enfermedad. A Ángel Rozas, cuando llegue a Barcelona en 1943 y se instale en las barracas de maderas y de cartón cuero de Can Baró, los amigos se le van a empezar a morir de tuberculosis, y enseguida comprenderá que a estos chavales también les ha faltado un bistec y un vaso de leche. Estos días los relata Ángel Rozas llenos de visitas al hospital de Sant Pau, de llevarles novelas del Coyote a los parientes enfermos, y son días además de frecuentar la Acción Católica en la parroquia de Cristo Rey, y de escuchar en las charlas que cuando un muchacho coge la tuberculosis es porque le ha mirado las piernas a una mujer. En uno de estos debates, al observar en voz alta que en tal caso el monitor ya debiera estar muerto y enterrado, es cuando a Ángel le llamarán por primera vez comunista.
A partir de ese momento Ángel Rozas va a sumergirse en una búsqueda clandestina, en un anotar las consignas nocturnas de Radio Pirenaica, como el que toma una lección en una academia nocturna, que también va a ser un buscar difícil y doméstico de darse a conocer a comunistas salidos de la cárcel que buscan una habitación donde realquilarse y pasar página. En su condición de hombre al que le resulta imposible ocultarse, va a investirse de una clandestinidad de pasear los domingos, como una pareja de enamorados rojos, por las calles y por el frío de Barcelona con un hombre que ha perdido un ojo en la guerra y que guarda en el abrigo el primer ejemplar de Mundo Obrero que Ángel va a leer en su vida. Y al leerlo encerrado en el lavabo de la casa de su hermana en Collblanc, que será su primera casa con agua corriente y luz eléctrica, se dirá con la satisfacción de quien sabe que lo está apostando todo: "¡Los he encontrado!". En poco tiempo va a ir a su encuentro el Partido Comunista porque se han enterado de que alguien está montando una célula de manera autónoma, con panfletos copiados de Radio Pirenaica, y cuando se citen con él en los jardines de Palacio Real se llevarán las manos a la cabeza al enterarse de que sin ayuda de nadie Ángel ha puesto en secreto movimiento a doscientas personas por los barrios de Barcelona, por las grandes fábricas, por los equipos de fútbol vecinales y hasta por la facultad de Medicina.
A Ángel Rozas, que no ha tenido otra escuela que la clandestinidad, se lo van a querer llevar a la escuela política de la URSS, pero él insistirá en su empeño clandestino y al final estará a un paso de salir procurador en Cortes por el tercio sindical. Antes de acabar en el exilio va a pasar 16 veces por jefatura, y su cárcel, si se lee seguida, suma tres años, y le formarán también dos consejos de guerra, y luego, ya en París, donde sin saber francés se colocará como portero en compañía de su mujer, Carmen Giménez La Italiana, que había hecho de estafeta clandestina para el partido, Ángel organizará la Delegación Exterior de Comisiones Obreras, desde la que se atendía a los trabajadores españoles emigrados y se establecían las relaciones con los sindicatos europeos. Sólo volverá a España cuando le envíen para tramitar la legalización del sindicato por el que se lo ha jugado todo.
Hoy, en el archivo histórico de CC OO, Ángel Rozas custodia la memoria de la lucha obrera como un ángel rojo, rodeado de fotografías, octavillas de todos los partidos y grupos, hojas volanderas redactadas por periodistas que luego alcanzaron el éxito en su profesión, carteles, prensa clandestina diagramada por diseñadores a los que después recogió la Barcelona del diseño, expedientes del TOP, transcripciones de entrevistas biográficas de más de 170 sindicalistas, ciclostiles, maletines de doble fondo donde llevaban escondidos los marcos alemanes, los francos suizos del sindicato, urnas de las elecciones que montaba el sindicato vertical, relojes de fichar, megáfonos de mano, banderines de sindicatos de detrás del telón de acero... Al abandonar esta tarde su despacho del archivo, Ángel anda bajo la lluvia apoyado en su bastón de hombre que busca un punto de apoyo para mover el mundo, y entra en el metro como se entra en la historia.
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