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Columna
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Terremoto

Igual que sucede con el dentista, la idea del terremoto aterroriza más que su presencia. Me refiero, claro, a estos terremotos de cámara, domésticos, que por estos lares del mapa nos hacen sentirnos aprendices de pompeyano durante unos minutos. Con un grado seis en la escala de Richter han puntuado los especialistas el seísmo que el lunes pasado se dejó sentir en el occidente de Andalucía: y tiene uno la impresión de que la naturaleza llevaba chuleta debajo del dobladillo al presentarse al examen, porque poco separa esa cifra del siete que provoca grietas en los cimientos de los edificios y vuelve tartamudos los metrónomos, o del ocho, con poder, según leo en un reportaje, para dejar las columnas de los frontones enfermas de escoliosis por el resto de sus días. Los sevillanos vivimos el acontecimiento como niños en una guardería ante la visita del pato Donald: con angustia reprimida, curiosidad y un secreto entusiasmo por poder comprobar de primera mano que las criaturas fantásticas que aparecen en los tebeos también pueden adoptar la carne y el hueso y someterse a la incredulidad de nuestro tacto. Por lo que a mí respecta, apenas supe que las placas tectónicas habían tosido cuando me percaté de que la pantalla del ordenador comenzaba a sacudirse el polvo; fueron mi madre, al declararme que había sufrido un vértigo en el momento del rapto, y un amigo que comparó su dormitorio poblado de estanterías con el palio de la Macarena (él es muy cofrade) los que ascendieron ese cosquilleo trivial en las suelas de los zapatos al rango de cataclismo, aunque fuese en fase de embrión, y nos convirtieron a todos en protagonistas de una película de sábado por la tarde. Triste, pensé: qué vida tan sedentaria deben de llevar algunos, que necesitan para que les animen de la colaboración de las fuerzas telúricas.

La verdad es que terremotos, galernas y tifones no suelen prodigarse por estos rincones pacíficos del continente, lo que nos hace preguntarnos, con un rictus de preocupación, a qué habrá venido este toque de aviso. Parece difícil sustraerse a la idea de que alguien anda descontento con nosotros en el piso de abajo y que se dedica a barajar las tripas de la Tierra con el fin de mostrar su desaprobación hacia algunas de nuestras conductas. Civilizaciones hay que presuponen en sus ritos que debajo del suelo se oculta una criatura viva, respiratoria, proclive a la rabia y las carcajadas, cuyos latidos se dejan sentir en el rumor de los torrentes al franquear los valles y que bufa de desesperación o júbilo desde las fumarolas del volcán. Mi venerable maestro Giordano Bruno fue quemado en una pira por afirmar, entre otras cosas, que los planetas son seres dotados de sensibilidad y movimiento, y que perciben detalladamente nuestros pasos de mosca al desplazarnos por su corteza. Al fin y al cabo, los ecologistas equiparan este mundo que nos sostiene y soporta nuestros malos gestos con un enorme mamífero sobre cuya piel oficiamos el papel de parásitos, dispuestos a alimentarnos de toda la sangre que podamos extraer a cambio de la dudosa recompensa de un sarpullido. Tal vez, se me ocurre, la Tierra haya decidido comportarse como un huésped inquieto, como ese turista del Trópico que ha terminado por cansarse de servir de abrevadero de los mosquitos y recurrir al expediente drástico del manotazo. Tal vez tanta emisión de gases indigestos, tanto vómito negro en la superficie de los mares y tanto plutonio enterrado en los vientres de las colinas haya soliviantado al animal que nos lleva a todos a cuestas y le haya convencido de que es hora de poner las cosas en su sitio, de sacudirse el lomo con el mismo gesto del perro que acaba de emerger del fangal. A este paso, según las estadísticas, a este ritmo de vapuleo, pisoteo y tortura del medio ambiente, pocos cientos de años tardará en convertirse el organismo que nos aloja en un cuerpo muerto, en un cadáver surcado de pústulas y cicatrices de cuyos poros sólo restará por elevarse el hedor terminal de la descomposición. Comprendo, entonces, que ante tal perspectiva decida recurrir a su modo personal de espantar moscas: un terremoto es sólo la traducción a la geología de la crema antiparasitaria.

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