La sociedad dividida
Por vez primera, la sociedad aparece partida ante el terrorismo
YA LO HAN CONSEGUIDO, ya han logrado que la sociedad aparezca partida en dos. La ocasión de visualizarlo no podía ser más propicia: manifestar en la calle la repulsa contra ETA. Contamos con una larga tradición de manifestaciones contra el terrorismo: aquella, tan lejana aunque no han pasado más de treinta años, que reunió en el centro de Madrid a quienes, desafiando el miedo y la pesadumbre, salieron a la calle a despedir los cadáveres de los abogados laboralistas asesinados por la ultraderecha; aquella otra, enorme, bajo la única bandera de las manos blancas que trajeron los estudiantes de la Autónoma cuando los de ETA mataron a su profesor Francisco Tomás y Valiente; y aquella, emotiva y unitaria, de la incredulidad y la rabia contenida por el asesinato de Miguel Ángel Blanco; y en fin, aunque ya se veía venir que en el futuro las cosas serían de otra manera, la convocada por el Gobierno del PP en solitario, pero aceptada por toda la oposición, que salió a la calle en protesta por el atentado islamista del 11 de marzo de 2004.
Los muertos eran gentes de derecha o de izquierda, o ciudadanos que se encaminaban a su trabajo, militares, profesores o concejales; los terroristas podían ser madrileños, vascos o de origen marroquí: no importaba ni la calidad de los asesinados ni la procedencia de sus asesinos. Importaba salir a la calle, manifestar el rechazo, acompañar a las víctimas, apoyar a los diferentes Gobiernos en sus políticas contra el terror. Eso era lo que importaba y, por tanto, sobraban gritos y banderas, bastaba el silencio. Éramos conscientes de nuestra superioridad como defensores de un Estado de derecho atacado por el terror. No hacía falta nada más: una actitud, una presencia. A ningún predicador radiofónico, a ningún medio de información se le ocurría hacer miserable política partidista con ocasión de aquellos crímenes.
Algo se ha quebrado, tal vez de manera irreversible, con la negativa de la oposición a sumarse a la manifestación convocada por los dos sindicatos mayoritarios y asociaciones de ecuatorianos y apoyada por el partido del Gobierno con motivo del último atentado criminal de ETA. Los convocantes accedieron a incluir en las pancartas la consigna reivindicada por la oposición, pero enseguida se vio que la exigencia del PP no era más que una cortina de humo. Su propósito era otro: echar por delante al antes inclusivo Foro Ermua y convocar otra manifestación que sirviera para ahondar la división de la sociedad ante la ofensiva terrorista.
Y en esta ocasión, lo nunca visto: con la excusa de una manifestación contra el terrorismo, un mar de banderas de España agitándose no contra el terrorismo, sino contra el Gobierno y contra quienes salieron a la calle quince días antes. Ante la perplejidad y la fatiga de una buena parte de la opinión, el Partido Popular ha emprendido un camino de no retorno hacia la confrontación mientras el Gobierno parece haber perdido el sentido y el rumbo, incapaz de recomponer un discurso que dé cuenta de lo ocurrido desde que se iniciaron las negociaciones con ETA y saque las consecuencias de una política que despertó tantas expectativas y condujo a tantas frustraciones.
Que los partidos políticos se lleven a matar podría ser recibido por la opinión con un encogimiento de hombros, o con asco y hastío, si no fuera porque los problemas que suscita esa conducta pueden conducir al desastre. De hecho, por vez primera en lo que llevamos de democracia, la sociedad aparece partida ante este resurgir del terrorismo. Y tan grave como esto: instituciones que se creían sólidas dan muestras de emprender el mismo rumbo: magistrados y jueces se han liado la toga a la cabeza y van descendiendo uno a uno los mismos peldaños que los políticos. Por no hablar de los medios de comunicación que se dedican cada mañana a ahondar el abismo de la exclusión y la intolerancia.
Bueno, por ese hueco podemos despeñarnos todos. No es verdad, como acaba de decir el presidente del Gobierno en su más panglosiano discurso, que el "futuro siempre será mejor", como si la historia estuviera regida por una ley de progreso universal. El futuro puede ser peor: de hecho, lo ha sido en ocasión no muy lejana: a la belle époque siguió, casi sin solución de continuidad, la Gran Guerra. Basta con proponérselo. Y hoy, desde jueces que hacen política hasta políticos que utilizan el aparato judicial, desde seudovíctimas del terrorismo que se han edificado un pedestal hasta periodistas que han confundido su oficio con el de agitadores panfletarios, hay demasiada gente que se lo ha propuesto.
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