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Columna
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Ponte en su piel

Los seres humanos habitamos un territorio de apenas dos metros cuadrados, que es aproximadamente la extensión de nuestra piel. Desde ese impermeable que nos protege de la intemperie observamos el mundo exterior como quien se asoma a una ventana o se sienta en el porche mientras llueve. La piel es también una envoltura en la que el tiempo va labrando sus surcos como en un mapa de geografía humana. Algunos consideran que es un tejido demasiado superficial, pero los poetas saben que es lo más profundo que tenemos. Su misterio arranca hace casi dos millones de años cuando en la sabana africana aparecieron unos primates extraños que, para sobrevivir al sol, necesitaron enfriar su cerebro y desarrollaron una cantidad ingente de glándulas sudoríparas, que constituyen el primer termostato del que se tiene noticia.

La antropóloga de la Universidad de Pensilvania, Nina G. Jablonsky, especialista en Biología Evolutiva acaba de publicar una Historia natural de la piel que no sólo despliega toda la fascinación que tenían antiguamente las exploraciones a un continente desconocido, sino que además, desvela algunos de los principales enigmas filosóficos que rodean la condición humana.

Porque la piel es también la herida por la que respiramos, un territorio ignoto en el que nacen y mueren cien millones de células al día. Considerar esa llaga viva como una simple capa epidérmica, sería como tachar de superficial una frontera, cuando no cabe herida más honda en un territorio. A través de las fronteras los países pueden comunicarse, intercambiando ideas, mercancías o misiles de largo alcance. Por los Pirineos entraron en nuestro país los derechos civiles y el pensamiento libre escondidos en el doble fondo de las cajas de sombreros que llegaban de las tiendas de moda de París. Aunque otras veces las fronteras implican una voluntad de aislamiento y en ese caso se convierten en una mera envoltura de las vísceras, que son en el fondo las esencias de identidad patria de cualquier territorio.

Desde los tiempos de los cazadores de bisontes, a los seres humanos siempre nos ha gustado alterar la superficie de nuestra piel con adornos, marcas o tatuajes como señales de identidad o pertenencia a una determinada tribu primitiva o urbana. Bajo el punto de vista médico sabemos casi todo lo que hay que saber sobre la dermis, su color, textura o composición celular, sin embargo pocas veces nos paramos a reflexionar sobre cómo ha llegado a ser lo que es. Todo el mundo sabe que la pigmentación oscura es una evolución defensiva frente al exceso de rayos solares. Lo que muchos ignoran es que el color no es cuestión de raza ni constituye un rasgo permanente, sino que a lo largo de la Historia mucha gente ha pasado de oscura a clara y de clara a oscura en función exclusivamente de su necesidad de fabricar vitamina D.

La ciencia siempre ha sido una gran devoradora de mitos. Sin embargo, a pesar de todos los avances de la Medicina, la expresión: ponerse en la piel del otro, que reivindicamos para solicitar comprensión hacia los demás, sigue siendo, a día de hoy, una metáfora inalcanzable.

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