Rezad por mi alma pecadora
Lo que ronda no es la muerte. Lo que ronda es la intriga de por qué hay que decir el adiós definitivo, a veces sin despedirse. Y no basta con querer comprender con la cabeza, sino también con los sentidos. Pero la respuesta no llega. Familiares, amigos y desconocidos se van, pero quedan cosas. Aunque algunos difuntos nos persiguen, no se van de la cabeza, sus voces rondan. Y el escritor se pregunta si cuando él muera sólo quedarán sus libros.
Me doy cuenta de esta precariedad. Cualquier día la vida me dice adiós y se va, y yo sin tiempo siquiera para despedidas
-Adiós, vida
¿Por casualidad alguien ha nacido o ha muerto acompañado? Digo si alguien ha vivido acompañado en serio
yo sólo ojos y narices abiertas en la almohada. Vi a mi padre muerto y me subleva la injusticia de su inmovilidad. Vi muertas a personas que quería mucho y me sublevé también. Es decir, yo furioso y sin que me saliera una sola palabra de la boca. Parientes serios, saludos, abrazos. Salía de la capilla que olía horriblemente a flores, fuera seguía todo igual y yo más furioso todavía. Me sentaba en un peldaño del vestíbulo, me quedaba allí. El reloj de la iglesia marcaba las horas. No comprendía, no comprendo, y el hecho de no comprender me desesperaba. No quería comprender sólo con la cabeza, quería comprender con los sentidos y ni la cabeza ni los sentidos me ayudaban. Un sentimiento de soledad muy grande, de desamparo. Y siempre la misma pregunta
-¿Por qué?
y un vacío después de la pregunta. Métase deprisa bajo tierra, padre, o sea, ya que no se mueve, que lo metan deprisa bajo tierra. Y además los objetos de los muertos que poco a poco desaparecen, cosas que palpaban todos los días, que formaban parte de ellos, que usaban, y la sensación de las cosas asimismo muertas. Las cogía y no se animaban. Parecían blandas. Casas llenas de ausencias. Un plato que desaparecía de la mesa, una silla prolongando la forma de un cuerpo que ya no existía. Quedan retratos: qué me interesan los retratos. El nombre. Y después los retratos y el nombre desaparecen igualmente. Quedarán mis libros. Dios mío, ¿seré sólo libros un día, lomos en un estante? ¿Y estas manos? ¿Estos ojos? ¿Este cuerpo? En la última entrevista a un escritor inglés, al preguntarle qué deseaba de la posteridad, respondió
-Que recen por mi alma pecadora.
Espero que hagan lo mismo por mí, porque estoy de pecado hasta las cejas. Por la ventana el viento en los arbustos, sol, qué cosa. Rezad por mi alma pecadora. Y el viento que no para de soplar, de agitarse. ¿Qué pretende? Da la impresión de que quiere murmurar no sé qué, hablarme, y no capto su lenguaje. Las casas también, a veces. Y la noche. Por la noche es peor: cuchicheos, susurros, avisos. No soy una persona triste, soy una persona intrigada. Leonardo da Vinci solía firmar Leonardo, iletrado. Allá va, entre los arbustos, una perra en celo con su séquito de cachorros ansiosos detrás. Esa expresión preocupada de los perros. A veces se los ve muertos en el arcén de las autopistas, sanguinolentos. Si uno pasa por allí al día siguiente han desaparecido: ¿quién se los ha llevado? Un borracho con los brazos abiertos en medio de los carriles, desafiando a los automóviles, con gabardina y bufanda en el pico del verano. La gabardina siempre cambiando de forma debido a los gestos. El horror de los enfermos en el hospital de cuando yo era médico. Mi padre murió solo en uno de ellos, en mitad de la noche. ¿Qué rollo es éste? ¿Por casualidad alguien ha nacido o ha muerto acompañado? Digo si alguien ha vivido acompañado en serio, no me refiero a tener gente cerca, me refiero a estar acompañado, una proximidad sin palabras, una fusión. Tocadme el hombro, hay momentos en que siento necesidad de que me toquen el hombro. Después, sin más, podéis marcharos. Hombres descargando bombonas de gas de una camioneta. El señor del café que desenrolla el toldo dándole a la manivela. Banderas en los alféizares por el fútbol. En una ocasión fui a buscar al tejado de un edificio a una mujer que quería suicidarse. Fue una chiripa que no nos hubiéramos caído los dos. Los tejados de los edificios
(y era un edificio nuevo)
son oblicuos y resbaladizos
-Quédese tranquila
insistía yo
(qué estupidez)
-Quédese tranquila
y ella inclinada hacia abajo llorando. Coches de la policía con las luces del tejadillo que se encendían y se apagaban, la cara de la portera en una especie de postigo
-No lo soporto
y claro que soportó así como soportó la mujer, así como soporté yo. Bajamos por la escalera con ella sin parar de llorar, uno de los pies calzado, el otro descalzo, y por encima de la ropa una de esas batas que se ponen para sacudir el polvo. Tenía una especie de escoba que se quedó arriba ya escasa de ramas. Las luces del tejadillo de los coches de la policía se apagaron. Esto en otoño bajo un cielo funesto. No sé si la mujer tenía marido o hijos. No volví a verla y no me acuerdo ni del color de su pelo. Me acuerdo de sus uñas roídas. De una pulserita de oro. Nada más. Y yo ahí, que sufro de vértigo, como un héroe
-Quédese tranquila
cuando no hay ningún heroísmo en mí. Soy egoísta. No valgo gran cosa. Es como en la guerra: se dan comportamientos extraños por un motivo que se me escapa. De generosidad, de valentía. Claro que no estoy hablando necesariamente de mi caso. Me tocó vivirlo. Eso es todo. Y aunque me cueste admitirlo me marcó para siempre: no se me van de la cabeza los nombres de los muertos. Ahí está: los muertos nombres y cosas. El retrato de uno de ellos en el ataúd, persiguiéndome hasta hoy. No es para sorprenderse: casi todo me persigue hasta hoy, una vieja que lavaba escalones en un edificio, gimiendo. Aún no iba al colegio y la bendita vieja no para de gemir. Hace cincuenta años que gime dentro de mí. Voy a acabar este relato. ¿Cómo? Si alguien me prestase una ayudita, una idea. ¿El viento en los arbustos? No. ¿La perra en celo? Tampoco. ¿La mujer? Ni soñarlo. Sólo acabar, levantarme de la mesa con una frase a medias. ¿Mi padre? Menos aún. Tal vez la frase del escritor inglés: que recen por mi alma pecadora.
Traducción de Mario Merlino.
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