La calle donde vivo
Si aún no ha caminado por la calle Joaquín Costa, en pleno barrio del Raval, hágalo pronto pues su aspecto cambia tanto como las estaciones del año. Desde ronda Sant Antoni hasta la calle Carmen, son 500 metros donde conviven el mayor número de etnias en el menor espacio posible: paquistaníes, indios, rusos, nigerianas, filipinos, bangladesíes y marroquíes interactúan con la última generación de catalanes asentados en el barrio. A pesar de este movimiento constante, la comunicación entre etnias es escasa; sin embargo, son los comercios el punto de convergencia, aunque no siempre de encuentro.
Al principio de la calle en esquina con ronda Sant Antoni, una charcutería es el delirio de los fanáticos de los jamones que ofrece toda España, así como de quesos exquisitos que resulta imposible para un mortal probar todos en una vida. Hasta hace un año, a unos metros de los embutidos, las chicas dedicadas a la prostitución ofrecían también sus delicias, y se peleaban una de las esquinas más cotizadas del barrio. Las de Europa del Este, las marroquíes y las locales se veían claramente opacadas por las nigerianas, quienes presumiendo voluminosas caderas y cabellos trenzados a la usanza africana arrebataban las miradas del transeúnte y, sin gesticulación alguna, esperaban al cliente con esa cara mezcla de rudeza y seguridad. No así las españolas, para quienes la charla es fundamental mientras cae la presa y no dudaban en ayudar a algún anciano libidinoso que fingía dificultad para subir los escalones del emblemático Centro Aragonés, provocando que la dama de moral distraída lo tomara del brazo y le ayudara un poquito, meneando en cada paso sus robustos pechos. Para la mala suerte de los caballeros, hoy no queda ninguna de estas damiselas por nueva ley del Ayuntamiento, pero afortunados aquellos que aún se permiten saciar su apetito en el Centro Aragonés y en El Punjab (restaurante ecuatoriano-paquistaní), donde uno se puede atascar sin el pánico a esos perversos menús degustación del furor barcelonés que lo dejan a uno tan hambriento como llegó.
Mas abajo, en la esquina de Ferlandina, comienza un verdadero vaivén lingüístico y auténtica verbena. El catalán, el español, el tagalo, el chino, el urdu, el hindi y el árabe son las lenguas que se escuchan por doquier.
Mi curiosidad comenzó cuando al mudarme a la calle vi productos exóticos que no existían en México, mi país, y ni modo de decir "déme esa cosa verde que se parece al nopal", ¿verdad? Había que llamarla por su nombre: okra, una delicia que viene del oriente en forma de estrella alargada y que tiene la consistencia babosa como el apreciado nopal en la cocina mexicana. Los dueños de los colmados indios me enseñaron a prepararlo con cebolla y tomate. Los filipinos me explicaron cómo hacer sopas con leche de coco y sus tradicionales verduras: Ampalaya, Patola y Kadú. Mercedes, la panadera, me dio algún secreto repostero. Al bangladesí le compro los chiles rojos y verdes que pican tanto como los chiles serranos de México. El paquistaní Mohhamed, quien lleva una de las dos carnicerías de la calle, me enseñó a preparar el cordero como lo hace su esposa, quien vive en Paquistán, y me confesó que antes no sabía nada de carnicería, pues en Pakistán era soldado del ejército.
Cada vez que les pido una receta de sus tierras lejanas se entusiasman y al día siguiente me preguntan: "¿La preparaste? ¿Qué tal salió?". La conversación culinaria se convierte en un cómodo intermediario para conocernos y para que me compartan sus historias de vida.
Desde entonces, los platillos que se preparan en mi casa tienen otro significado, pues son un pequeño homenaje a los que han dejado su patria y cada vez que salgo de una tienda me despido en sus idiomas: merci a los catalanes, shocran a los marroquíes, shukria a los indios y paquistaníes, dhannabad a los bangladesíes o salamat a los filipinos.
Tan buenas son las recetas que alivian el hambre como las noticias del barrio que alimentan mi morbo. El frutero, un paquistaní de nombre Mohhamed, solía contarme las actividades misteriosas de sus vecinos. Y es que, cuando uno sigue bajando por la calle y cree que ha terminado el tour étnico, se encuentra con un local de envío de dinero, en el que siempre hay afuera un grupo de georgianos (ex rusos) vestidos en chaquetas negras y fumando cigarrillos. No es difícil despertar las sospechas del vecindario cuando la Guardia Civil hace cateos constantes, pero curiosamente nunca encuentra nada. Lo cierto es que de cuando en cuando, un auto mercedes color negro y vidrios polarizados se estaciona frente al locutorio y reparte el billete de mano en mano como en las películas de Martin Scorsese. A este grupo sui géneris es al único que aún no le he pedido una recomendación gastronómica por miedo a la indigestión.
Pero no sólo Mohammed me da la nota roja. Los bangladesíes e indios me cuentan las deshonras de los paquis, los paquis de los marroquíes, los latinoamericanos de los españoles, los españoles de sus familiares. Y es que en el fondo nos conocemos desde hace siglos y en el aire siguen vigentes esos infortunios históricos.
¿Los catalanes? Esos sí que están doblemente jodidos, pues desde su perspectiva los sojuzga España, pero es el Gobierno autónomo el que se los chinga bien y bonito (como decimos en México), desde que se le ocurrió proclamar a Barcelona ciudad de la interculturalidad y ofrecerla al mejor postor en aras de elevar la economía a través del turismo y la construcción; ahora sólo queda apechugar y cuidadito con las quejas porque se les tacharía de fascistas, un insulto multiusos en España.
Ya no hay vuelta atrás, pues para encontrar los negocios catalanes hay que buscarlos con lupa. Ahí está el letrerito que recuerda que algún día existió en Joaquín Costa una churrería buñolería La Fuensanta. Repito. Sólo queda el letrero porque ahora está convertida en khebab, y hoy que llevé mi jersey manchado de mole a la tintorería Roca, donde María trabajaba desde hace tres décadas, me topé con un aviso colgado: "Cerrado por jubilación". Nunca sabré cómo lucía esta calle hace 20 años, pero los más viejos me han contado que se construyó en 1866 en terreno de antiguos conventos y huertos del Raval, por esta razón los primeros vecinos la conocen como calle Ponent, por ser donde el sol se pone.
Lo cierto es, que para los que aquí vivimos lejos de nuestros países, es el lugar donde se pone el sol.
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