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La lucha contra el terrorismo
Columna
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Dilema a destiempo

José María Ridao

A juzgar por las declaraciones de las principales fuerzas parlamentarias, parecería que el origen de la insalvable división en materia antiterrorista se encuentra en que unos defienden el final dialogado de ETA mientras que otros, en el extremo opuesto, serían partidarios de su derrota. Pasan los días y más se extiende la impresión de que ha llegado el momento de elegir, de que nadie puede sustraerse a su responsabilidad, de que ha sonado esa hora fatídica en la que los ciudadanos, enfrentados a la Gorgona, habrán de responder uno por uno. Este clima de encrucijada trascendental se ve alimentado, además, por las cada vez más estrafalarias metáforas históricas, en las que vuelve a cobrar vida la machacona galería de personajes y de escenas que, como un nuevo santoral para uso del buen demócrata, han de guiar los pasos de la libertad en esta reedición de bolsillo de los años treinta. Pero ahí estamos, ahí se nos hace creer que estamos: o se escoge la senda de la claudicación o nos decidimos por la firmeza, o nos dejamos seducir por la ingenuidad o nos disponemos para el Apocalipsis. No es que no quede ningún espacio intermedio, algo que sólo se echará en falta si se piensa que la equidistancia puede ser una solución universal para cualquier problema; es que se está aboliendo la posibilidad de recordar que estamos ante un dilema a destiempo.

Un dilema que, para empezar, se alimenta de vagas especulaciones elevadas a la categoría de principios irrenunciables, como la de que no puede haber un final del terrorismo sin que llegue un momento en que haya que dialogar con los asesinos o, en sentido contrario, la de que cualquier diálogo con los asesinos supone una perpetuación del terrorismo. Basta echar un rápido vistazo al pasado reciente, en España y fuera de España, para constatar que sobran los ejemplos en un sentido y en otro, con lo que la única conclusión que se puede extraer es que no existen recetas milagrosas para acabar con ese género de crímenes que se cometen en nombre de fantasmagorías ideológicas: el sistema democrático tiene que hacer lo que, dentro de la ley, convenga hacer en cada momento. Resulta ridículo imaginar que el terrorismo terminará cuando se encuentren argumentos capaces de provocar el desistimiento de quienes piensan que las bombas y las pistolas son la instancia última que concede o quita la razón. Pero tan ridículo como hacer grandes exhibiciones de músculo retórico, cuya única consecuencia demostrada es que los terroristas tienen con qué alimentar su narcisismo. Cuando se trata del Estado de derecho los límites están fijados por la ley, y tanto quienes han optado por adherirse a una receta como a la otra están obligados a aceptarlos. ¿O es que el diálogo puede autorizar la ilegalidad? ¿O es que la derrota puede traducirse en prevaricación de los tribunales y en leyes de excepción?

Pero se trata, sobre todo, de un dilema a destiempo porque el punto en el que hoy se encuentra la discusión política no es qué hacer ante el fin de ETA, sino qué hacer para el fin de ETA. La respuesta es sencilla, y conviene no confundir una respuesta con una panacea: desde el punto de vista legal, aplicar con frío rigor y meticulosidad todos los instrumentos del Estado de derecho; desde el punto de vista político, evitar que los terroristas puedan beneficiarse de la división de los demócratas, como antes intentaron beneficiarse del problema militar. Quizá se trate de un programa mínimo, una expresión sobre la que, como viene siendo costumbre, se ha polemizado en los términos más agrios durante los últimos días. Pero es que un programa máximo sólo tendría sentido en dos supuestos. Uno, que ETA estuviera en la antesala de su disolución, algo que no se sabe y que, por lo tanto, convendría no insinuar en esos extraños debates públicos entre un presidente del Gobierno y un juez en activo. Otro, que ETA estuviera en la víspera de su victoria y, en ese caso, ¿tan débil considera la oposición a ese Estado de derecho que se propone defender?

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