_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La neo-independencia de los kosovares

El electorado serbio, llamado a las urnas el domingo pasado, ha vuelto a mostrar una enorme estabilidad; ¿o es contumacia? Los tres partidos mayores, el nacionalista rabioso, el nacionalista educado, y el social demócrata europeo, con la victoria insuficiente del primero para formar Gobierno, componen un dèja vu balcánico. Y el gran asunto de los comicios, aunque apenas se mencionara porque las tres formaciones opinan lo mismo, era Kosovo, el territorio aún formalmente serbio, habitado por un 90% de albaneses que desde 1999 es un protectorado de la ONU, y que está hoy a la espera de recibir algún tipo de independencia. Todo lo cual dista de ser irrelevante para España.

En una tentativa, seguramente vana, de hallar la cuadratura del círculo para no enajenarse del todo a Belgrado, donde los partidos reivindican en bloque la serbianidad de la antigua provincia autónoma, la ONU va a proponer una cuasi-independencia, una independencia interna, una independencia light, una independencia condicionada, en definitiva, una realidad neo que mantenga alguna forma de poder superior al Ejecutivo kosovar, pero, sobre todo, que permita a cada quien interpretar ese apaño como quiera.

El Gobierno español, respondiendo a sus pulsiones más íntimas, se opone a esa independencia, adopte la forma que adopte, porque son los nacionalismos llamados periféricos los únicos que en la península tienen motivo para alegrarse de que así sea. ¿Porque, qué puede haber más parecido al Estado asociado a España, que, sin que nadie supiera en qué consistía, proponía el lehendakari Ibarretxe, a esa neo-independencia kosovar? ¿No podría ser la Corona española ese poder de última ratio? Cuando el president Pujol, de otro lado, dijo en 1991 que si Lituania, y el resto de las repúblicas bálticas, podían ser independientes, Catalunya tenía tanto o más derecho a ello, estaba refiriéndose, aun cuando entonces no pudiera saberlo, a oportunidades como la que se avecina. Y no hay ningún motivo para dudar de que su sucesor como líder del nacionalismo moderado, Artur Mas, debe pensar algo parecido. Pasqual Maragall, a la sazón alcalde socialista de Barcelona, salió, sin embargo, a rebatir las palabras de Jordi Pujol, afirmando que él no se sentía en absoluto lituano. ¿Hoy qué diría? Todo eso no significa que los fieles a la Euskalherria no española vayan a pedir que se les aplique el futuro estatuto kosovar, pero sí que casi cualquier cambio institucional en los Balcanes conforta sus puntos de vista.

Podrá decirse que el efecto de la desintegración de Yugoslavia, con la aparición junto a Serbia de un florilegio de Estados-nación independientes -Eslovenia, Croacia, la triple Bosnia, Macedonia, y muy recientemente, la ex serbia Montenegro-, está ya más que amortizado ante la opinión pública española, pero no es así porque una independencia completa, con todo su protocolo y toda su ONU, saben los nacionalistas no españoles del Estado español que resultaría muy problemática. Y no sólo porque al resto de los españoles les gustaría muy poco, sino porque a los países de nuestro entorno les caería casi igual de mal. No hay político sensato en Francia, Gran Bretaña, Alemania o Italia, al que le seduzca la aparición de nuevos Estados en el vecindario, siquiera sea porque tienen irredentismos locales a los que les vendría muy bien ese finis Hispaniae. El único vecino estatal que estaría encantado con semejante programa sería Gibraltar, sostenido por unos cuantos agraviados portugueses.

Un empaquetamiento estatal, en cambio, que renunciara a estas pompas o aquellas obras, tendría -pueden creer los nacionalistas- mucha mayor fuerza de arrastre, en especial dentro de la propia comunidad kosovarizable. Por eso, los Balcanes ejercen una curiosa influencia sobre nuestras vidas. En los años de la descomposición de Yugoslavia, había nacionalistas catalanes que cuando decían Serbia todo el mundo sabía que querían decir Castilla, motor o yugo, intérprete genial o fuerza falsificadora de aquello en lo que la historia convertiría a la Hispania romana.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_