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Fracasa la reforma del Estatuto
Columna
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Otro día histórico

La de ayer, 17 de enero de 2007, tenía visos de jornada histórica, pero los líderes políticos gallegos escogieron un mal día, climáticamente hablando, para dejar atada la reforma estatutaria. El referéndum que aprobó el antecedente remoto, el estatuto de 1936, tuvo lugar en un día de sol, según testigos de la época que quizás confundan en su memoria la calidez del clima con la de aquel momento político.

El antecedente inmediato, el estatuto vigente, se plebiscitó hace un cuarto de siglo en unas condiciones meteorológicas que no han pasado a la historia, salvo en el sonrojante slogan institucional: "Anque chova, vota". Los promotores del Estatuto de 1981, prácticamente todas las fuerzas políticas excepto lo que entonces se llamaba nacionalismo radical, no confiaban demasiado en el entusiasmo participativo de la ciudadanía, ni se fiaban de sus hábitos democráticos. No sin razón, porque se sólo se acercó a las urnas un escueto 28% del censo electoral.

Entonces había muchos que pensaban, y no pocos que proclamaban, que la sociedad gallega pasaba de estatutos y otras zarandajas disgregadoras y estaba vacunada de caducas reivindicaciones identitarias. Exactamente igual que ahora, por mucho que la experiencia de esos 25 años de autonomía haya demostrado los beneficios de esas propuestas teóricamente ajenas a los intereses de la Galicia real.

Los seguidores de esa corriente de pensamiento pancista que adjudica a la clase política el papel de administradores de fincas, consideraban que acometer un nuevo estatuto era una frivolidad, y centrar el debate en algo que no fuesen las cosas de comer, una irresponsabilidad. Sin embargo, el fracaso de ayer se debió a una desavenencia de esos intangibles que teóricamente no importan a nadie.

Nada grave impedía un acuerdo que beneficiaria a todos (todos-todos, desde Galicia en general a los partidos en concreto). El PP tenía prácticamente gratis, cara el electorado, un enorme golpe de efecto de modernidad y flexibilidad y, para consumo interno, el respiro de alivio de haber administrado correctamente la herencia de Manuel Fraga (porque fue Fraga y su visión de Galicia los que obtuvieron el apoyo electoral, mayoritario aunque insuficiente, que hoy tiene el PPdeG).

El BNG, y en particular la actual dirección, redimían los pecados de 1981 y reeditaban, como en 1936, el logro de que el nacionalismo, a pesar de minoritario, lograba sumar esfuerzos en la profundización del autogobierno. El PSdeG conseguía ser la única corriente ideológica que había participado en las tres fases de la autonomía, y en esta ocasión, liderando el proceso. Y, en caso de desacuerdo todos perdían. Cada uno su parte alícuota de representación, y además en aspectos específicos. El PSdeG, resentido en el liderazgo que ha asumido. El BNG, dando facilidades para las acusaciones de intransigencia. El PPdeG, virando de un partido enraizado en la sociedad gallega a una franquicia.

Nada parecía impedir el acuerdo, pero lo impidió. Y no fue por falta de esfuerzos generalizados y de todo tipo. Uno, el de los nacionalistas asumiendo las propuestas socialistas. Otro, el de tener la valentía no correspondida -señaló, y parecía sinceramente dolido, Alberto Núñez Feijoo- de proponer el reconocimiento en un texto legal de que en Galicia hay un sentimiento nacional porque hubo y hay nacionalistas que lo tienen.

"Nadie hasta ahora ha perdido un centavo por subestimar la capacidad intelectual del público norteamericano", escribió o citó el sociólogo Marvin Harris. Nadie hasta ahora en Galicia ha perdido apostando a que salía no cuando todo estaba a favor de que sí. Ayer lo que falló fue el clima. El político.

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