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Del espectáculo al escándalo

Luis Fernández Galiano publicó el pasado día 8 en este mismo periódico el artículo Exorcismos urbanos con un ataque al absurdo desarrollo de la ciudad en esta era liberal y capitalista, y a la comprometida y plácida participación de la arquitectura a este irreversible desaguisado que ha destruido las identidades urbanas y ha suburbializado el paisaje. La primera frase del artículo es ya un manifiesto: "La arquitectura ha transitado del espectáculo al escándalo". Y la última resume la dramática situación: "Parafraseando al Borges de la Nueva refutación del tiempo, la ciudad es un tigre que nos devora, pero nosotros somos el tigre". No se resolverá el problema con mejoras puntuales, garantías de calidad, normativas anticorrupción, prescripciones legales, aparentes socializaciones disfrazadas de planeamiento, si no es con un cambio radical de los valores fundamentales -o de la ausencia de valores- en una sociedad obcecada por la "construcción oceánica del territorio". Es decir, por el exclusivo uso mercantil -representativo de un vacío moral- de todo ese territorio.

Por las mismas fechas he leído unas referencias periodísticas a unas declaraciones del arquitecto holandés Rem Koolhaas después de que un proyecto suyo para la nueva sede de Gazprom en San Petersburgo haya perdido un concurso internacional de evidente trascendencia y en el que salió ganadora la propuesta de un inmenso rascacielos, según parece, un exabrupto oportunista contra la identidad histórica de la ciudad. Koolhaas pide el boicot al actual sistema de concursos de arquitectura impuesto en toda Europa. Y lo pide especialmente a los arquitectos estelares que hoy se cobijan en un potente sistema mediático, es decir, aquellos que más han colaborado en el despilfarro del suelo y la negación de las realidades urbanas y paisajísticas. Un sistema en el que el propio Koolhaas tiene un buen papel, gracias al cual ha logrado grandes encargos en todo el mundo, realizados siempre con indiscutible maestría, pero sin escapar del evidente servilismo espectacular, aquel que, como decía Galiano, se ha transformado ya en escándalo.

La propuesta de Koolhaas trasluce, sin duda, un talante cínico, desagradable y, además, se sitúa todavía en la aceptación de un sistema que ya no se puede arreglar con detalles de método, sino con cambios revolucionarios. Boicotear los concursos puede ser incluso contraproducente. Sin ellos tampoco se evitaría el despilfarro deshonesto porque éste no depende sólo de la calidad arquitectónica. Pero, aceptando incluso esa voluntad regeneradora aunque conservadora, quizás se podría sustituir el boicot por modificaciones esenciales que paliarían algunos defectos y reducirían incluso el poder y las influencias de aquellas estrellas mediáticas. A pesar de sus errores y sus escándalos, los concursos han sido un buen instrumento para descubrir nuevos valores hasta entonces obstaculizados por los maestros previamente reconocidos. El propio Koolhaas nació públicamente con un concurso. Anular ese medio a petición de los que lo han usado a destajo puede ser escandalosamente abusivo.

Por lo tanto, es necesario -aunque no como solución definitiva- imponer otros controles a estos concursos, sobre todo en el sentido de apoyar su posible alcance cultural. Un concurso público debería ser el campo idóneo para un diálogo sobre tendencias y objetivos. Para empezar, habría que asegurar unos jurados solventes y comprometidos, conocedores del tema y de la correspondiente situación cultural, cosa que pocas veces ocurre porque, para facilitar la gestión, la mayoría de miembros del jurado no son más que funcionarios próximos a los temas burocráticos de la Administración, que acaban imponiéndose a los pocos profesionales capacitados. Este problema ha quedado manifiesto en el mismo concurso de San Petersburgo en el que los tres únicos arquitectos del jurado han dimitido al darse cuenta de que, al final, los numerosos funcionarios de Putin acabarían decidiendo a las órdenes del ajetreo político. Asegurar, por tanto, un jurado solvente e independiente es un primer paso que habría que exigir. Pero es importante también subrayar, incluso públicamente y a niveles internacionales, los contenidos culturales de los proyectos vencedores y utilizarlos como base de discusión profesional y académica. Memorias críticas, exposiciones, debates universitarios, asesorías, discusiones sobre los resultados son instrumentos para asegurar el acierto y rentabilizar los contenidos. La solución no es un boicot en manos de aquellos que más se han aprovechado del sistema. La solución es cambiar radicalmente "nuestros corazones y nuestras mentes" como decía Galiano, allí donde residen los problemas básicos, sociales, económicos y culturales, es decir, políticos. Y mientras esperamos ese cambio, sólo podemos proponer controles provisionales, por lo menos más eficaces que un boicot promovido por los favorecidos hasta hoy por el propio sistema.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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