La boina
Los rojos no llevaban sombrero. Y empezaron a venderse sombreros y a comprarse sombreros quienes nunca se habían cubierto la cabeza con semejante prenda. Pero la dictadura del sombrero no consiguió llevarse por delante a la boina. Durante varias décadas convivirían bajo los mismos cielos imperiales los sombreros de fieltro y las boinas vasconavarras o carpetovetónicas. La boina la llevaban los gudaris y las Milicias vascas y algunos brigadistas internacionales en la guerra civil, pero también y sobre todo el requeté navarro, cuyo Devocionario prescribía: "Haz bendecir tu boina litúrgicamente. Impóntela después de comulgar". El franquismo se impuso, entre otras cosas, con las boinas coloradas y blancas del carlismo y con las comuniones del cardenal Gomá. El César Visionario no podía permitirse, por lo tanto, prohibir la boina vasca. Proscribir la txapela, además de una grave inconsecuencia, resultaba suicida.
Boinas blancas y rojas, negras y azules, verdes, grises... La historia colectiva y las pequeñas historias personales de la boina se han recordado en Balmaseda la semana pasada gracias a la inauguración de un museo textil en la antigua fábrica de La Encartada. La visita merece la pena, por las Encartaciones (un pequeño país desconocido dentro del País Vasco) y por el excelente complejo de la fábrica, con su vieja maquinaria impecable, sus edificaciones, viviendas para obreros, capilla y escuela. Un patrimonio cultural preservado con esfuerzo, ilusión y dinero (casi tres millones de euros de inversión y trece años de reformas).
Decía el escritor Rafael García Serrano (falangista y navarro) que cuando pensaba en la Revolución industrial no lo hacía imaginando un alto horno, sino una fábrica de boinas (en su caso, la de Tolosa). Lo cierto es que en la fábrica de La Encartada se ha conseguido hacer lo que no pudo hacerse (o no se quiso) en la margen izquierda del Nervión: conservar una parte del legado industrial de Vizcaya. El Atapuerca industrial vizcaíno de la ría de Bilbao se ha convertido en una sucesión ininterrumpida de centros comerciales en los que es más sencillo adquirir una videoconsola o un mp-3 que una boina. Se terminó la industria de la boina y, lentamente, se extinguen también los vascos que la llevan. Uno ha visto a su padre y a su abuelo y hasta a su bisabuelo con boina o de boina y vestidos con traje y corbata. Y uno ha visto menguar el uso de la boina en las ciudades en la misma medida en la que se imponía como uniforme terrorista, coronando la capucha del verdugo. "¿Por qué en cuanto hay una revolución nos vestimos todos de vascos?", escribía en un relato Tomás Borrás. Revoluciones nacionales vascas o nacional-sindicalistas, pendientes, aplazadas, igual de falsas. Entre otras ruinas, el terrorismo ha propiciado, me temo, la de la noble industria de la boina.
El humorista Gila definía la boina de este modo: "Es una cosa que se levanta y debajo hay un cateto". Y el citado García Serrano apostillaba: "No bajo todas las boinas hay un cateto, pero, en cambio, todos los catetos están bajo su correspondiente boina". Baroja, que tenía muy poco de cateto, la llevó a la Real Academia (me refiero a la boina) y soñó una república de txapelaundis (gentes de boina grande y corazón grande) en el Bidasoa. El novelista donostiarra fantaseaba con "un pequeño país limpio, agradable, sin moscas, sin frailes y sin carabineros". También sin barojianos, añadiría un escéptico Luis Martín Santos, para quien la extinción de esa abundante especie sería la señal inequívoca del desarrollo social de España.
Aunque su origen, muy probablemente, sea escocés y se remonte en nuestro país al siglo XVIII, hubo un día en que los vascos, además de ponernos la boina como nadie, la supimos convertir en industria boyante y puntera. Hay que acercarse a Balmaseda y visitar la fábrica de La Encartada (también la ferrería de El Pobal, que está cerca) y pensar que debajo de la boina no siempre hubo un cateto, un abertzale vasco o español o un fundamentalista (por aquello de la funda mental), sino gente discreta y pacífica y trabajadora. La llevaron -y casi igual de grande- Ricardo Wagner y Zumalacárregui. La usaron, en sus últimos tiempos, Josep Pla y Blas de Otero. No significa nada, pero abriga. Como seña de identidad ha pasado al museo textil.
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