El sueño atlántico
En 1984, Los Coyotes pudieron cambiar la historia del rock. Una banda de psychobilly se transformó en prototipo de lo que, taquigráficamente, podríamos denominar rock latino. Intenten imaginar la herejía: en tiempos ansiosamente anglófilos, Los Coyotes tocaban canciones africanas y ritmos hispanoamericanos. Detrás, un discurso tan romántico como seductor: una apuesta por la unidad de la península Ibérica, la voluntad de conectar con la mitología de América, un reconocimiento de la incipiente presencia de inmigrantes en España.
No pudo ser. Los medios y la industria giraban en una órbita demasiado "cosmopolita" para asumir esas propuestas. Además, la materialización de las intuiciones de Los Coyotes no resultó lo bastante contundente; el ideólogo del grupo, Víctor Aparicio, prefirió quemar etapas en vez de, uh, consolidar fórmulas. Simplificando: "se adelantaron a su tiempo". En el reciente libro Cruce de perras (Visual Loop), Aparicio ofrece su sarcástica explicación en el relato Patente latina: se imagina en 2036, un cascarrabias empobrecido que exige a Santiago Auserón una reparación, un reconocimiento al pionero.
Los Coyotes 84
Víctor Aparicio (voz, guitarra, maracas), Fernando Gilabert (contrabajo, coros), Celestino Albizu (batería), Juanjo Javierre (teclados, acordeón, voz), Sara Lozano (trompeta, percusión), Pablo Navoa (guitarra, percusión). El Sol, Madrid. 13 de enero.
Con tales antecedentes, la noticia de que, por una noche, se reunían Los Coyotes de 1984 despertó sentimientos encontrados. Aparicio rechaza la nostalgia, aunque lo suyo es el espíritu del explorador insatisfecho, nada que ver con esas luminarias de la movida que presumen -¡hasta en el escenario!- de ignorar el pasado, cuando su gran carrera siempre se sustentó en reciclar / vulgarizar ocurrencias londinenses o neoyorquinas.
Fiel a su ríspido temperamento, el propio Aparicio ironizó incansable sobre la situación. Lo de menos era que estuvieran en la programación de conciertos de la evocación autonómica de la movida; pidió disculpas por considerarse progenitor lejano de triunfadores como Melendi o El Arrebato; disparó contra esos nacionalismos ("reduccionismos regionales") que empequeñecen el imaginario de las Españas.
Pero ni siquiera esas andanadas y algunos chistes reiterativos pudieron con el ansia de celebración que reinaba en El Sol. La convocatoria atrajo incluso a la parroquia rockabilly, que pudo sentirse traicionada por aquel giro, una presencia recompensada por fibrosas versiones de Extraño corte de pelo, Fiesta salvaje y la traducción del Who do you love, de Bo Diddley. Y es que Los Coyotes se centraron en su primer elepé, Mujer y sentimiento (1985), pero también recuperaron algo de material anterior y posterior. Al inicio, aquello sonó incierto y hasta endeble; la temperatura creció paulatinamente. De la formación original, falló el guitarrista Ramón Godes, cuya ausencia lamentó Víctor. Hubo compensaciones: Juanjo Javierre recreó el Farfisa y otros teclados, aparte de marcarse dos arrebatados temas de Los Mestizos, grupo que supuso la prolongación oscense de la estética coyotesca; cuando Pablo Novoa sumó su guitarra cortante, aquello se espesaba y se ponía peligrosamente embriagador.
Aunque algunos parlamentos añadían una incómoda tensión, el show desembocó en fiesta: apoteósicas lecturas de Cien guitarras, Esta noche me voy a bailar o El mono. Una fiesta a la que, típicamente, faltaron muchos disqueros y artistas que, según avanzaban los ochenta y los noventa, se beneficiaron de las visiones del Gran Coyote.
Babelia
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