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Tribuna:EL BIENESTAR DE LA DEPREDACIÓN
Tribuna
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Devastación

El país está devastado. Cualquier terapéutica será invasiva, tal es el estado de la metástasis. Se trata no solo del territorio, que a la vista están las consecuencias. Se trata de la ciudadanía, que parece sentirse en su inmensa mayoría, cómoda con la situación a que hemos llegado. Es el efecto más nocivo, amenaza con la irreversibilidad.

La confrontación entre el candil y el asno, y el todoterreno y el despilfarro de energía suele resolverse a favor de los segundos. La facilidad acomodaticia, el bienestar que comporta, se inclina por la depredación. Ayer, ricos con las naranjas; hoy, con los PAI y el cemento. Una nueva autosatisfacción a la que no faltan los enemigos de siempre, por supuesto exteriores. Una siniestra reproducción, acrónica, de un pasado no tan remoto.

La llamada dirigencia igual de autocomplaciente. Bastan el espectáculo, la cáscara sin contenido, para ilusionar a una población confiada, desentendida de los efectos irreparables. Todo a corto plazo, sin más perspectiva que el beneficio inmediato, de la circulación de los billetes de quinientos euros a la revalorización de inmuebles y bienes que tienen poca sustitución, irremplazables con frecuencia tanto en términos personales como los más alejados, colectivos.

Una euforia que enriquece a unos pocos y se empeña en hacer creer a los más de una riqueza que se extiende a toda la colectividad. Ésta amenazada por el agua que se nos niega, los símbolos que se nos discuten o se apropian bajo el cielo benigno que la providencia nos acordó.

El olvido como regla de oro. Un memoricidio sistemático, ajeno al respeto por la historia, aun la más reciente. Una emigración que perduró hasta hace menos de una generación se enfrenta al rechazo de una inmigración que cubre los puestos que los nuevos ricos y los enriquecidos desdeñan. El recuerdo de una Arcadia agrícola que siempre fue violenta a causa del territorio y sus déficit, de las novelas de Blasco Ibáñez a los trallazos de un medio hostil con recurrencias catastróficas.

No cabe la perplejidad, solo hay espacio para la constatación. La prosperidad es percibida como compartida. Las amenazas, también. El cambio solo aparece como posible como discusión de un mismo espacio desde perspectivas idénticas: ganar el respeto de los nuevos empresarios, de las nuevas élites poco o nada ilustradas como no sea en la ostentación obscena de la riqueza acumulada con rapidez y poco o nulo trabajo.

Una sustitución de valores que se ha producido a velocidad de pasmo. Con el riesgo evidente de condenar, por anacrónicos, valores que se proclaman universales, de la solidaridad a la libertad, reducida ésta al escombro de la libertad de mercado, de enriquecerse a cualquier costa; del abandono de la igualdad como aspiración al todo vale, así en dinero como en política. La sustitución, en suma, de las aspiraciones y esperanzas por la posesión y su ostentación.

Si la devastación física del territorio, como decía, es innegable y en gran medida irreversible, la miseria moral que supone la sustitución de valores, conduce un escenario de profunda crisis social y política. Resulta como poco áspero y difícil enderezar en un corto plazo una situación en la que resulta cómplice una gran parte de nuestra sociedad. Quien no se ha enriquecido, piensa que puede hacerlo, y para nada se detendrá en pensar las consecuencias a medio y largo plazo.

Así suelen entenderlo los responsables políticos pendientes de la demoscopia, en una especie de rebaja universal no ya de los valores sino también de los objetivos sociales. Como ocurriera con los media públicos en aras de la audiencia y de unos resultados económicos que tampoco se alcanzaron: si las gentes quieren basura, les damos más, con lo que círculo nada virtuoso se repliega sobre sí mismo y se encamina hacia el precipicio de la mediocridad cuando no de la negación de todo ámbito de convivencia.

Sin embargo, el cambio, su necesidad, se percibe como necesario. Por higiene social, política, democrática. Porque amplias capas de población, silenciosa en su mayor parte, estridente en unas pocas minorías, se rebela una vez más contra la comodidad, contra la aceptación sin más de la devastación. Si la disputa se centra en la aceptabilidad y respetabilidad por parte de los poderosos de siempre y de sus recién llegados, la distinción no será clara, el mensaje resultará confuso, y el desánimo o el desinterés se pueden apoderar, una vez más, de quienes son conscientes de la necesidad del cambio.

A veces puede resultar prudente ser políticamente incorrecto, y señalar nuevos caminos por los que puedan transitar quienes creen posible otro mundo y otra sociedad.

En estos meses que vienen será más conveniente que nunca la nitidez y claridad del mensaje de cambio frente a quienes se sienten cómodos, y no les faltan razones para sus intereses, con la dinámica que supone la devastación territorial y moral del país. De lo contrario todos seremos cómplices. Y sobre ello volveré más adelante.

Ricard Pérez Casado es comisionado del Gobierno en la Copa del América.

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