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Columna
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Huesa

VISITANDO LA tumba de sus padres en un destartalado cementerio judío, cerca del aeropuerto de Newark, en Nueva Jersey, un hombre mayor, de unos 71 años, que ha sentido que su propio fin está cercano, comprende que ya sólo allí, entre los muertos, se siente a gusto y piensa para sí que, por primera vez, "no tenía la sensación de estar jugando a algo. No se sentía como si tratara de hacer que algo se convirtiera en realidad. Aquello era lo real, la intensidad de su relación con los huesos allí enterrados". Tal es la reflexión que se hace el protagonista de la novela titulada originalmente Everyman, literalmente "cualquiera", del escritor estadounidense Philip Roth, ahora traducida al castellano con un título más explícito y didáctico, el de Elegía (Mondadori), en cuyo primer capítulo se nos narra precisamente su propio entierro, siendo los restantes la descripción retrospectiva en primera persona de lo que fue su vida, tal y como la ve quien, acuciado por los desmedros físicos, se encuentra al borde del final.

Si no me acaba de convencer la traducción castellana elegida para el título es porque hurta el democrático sello anónimo que confiere la muerte a cualquier mortal y porque el romántico término "elegía" se refiere a una composición poética como elogio fúnebre de alguien que ha fallecido y del que se quiere perpetuar la memoria singular, lo cual, en parte, traiciona el sentido de la novela de Roth, que nos habla de la fatalidad de la muerte, sean cuales sean las virtudes y los defectos del finado. En realidad, el lector tiene constantemente la sensación de que Roth, de casi la misma edad que la de su protagonista, está vicariamente imaginando su propio final y lo que allí cuenta es, en efecto, la confesión nada autocomplaciente que se hace alguien que percibe que sus horas están ya contadas.

El genio narrativo de Roth consiste en que nos relata la historia vital de un hombre común, cuya infancia fue feliz y del que se puede decir que ha triunfado, dentro de lo que cabe, en su actividad laboral y afectiva, pero que, llegado el momento, ya no puede remediar los progresivos quebrantos físicos y la implacable soledad. En cualquier caso, de ninguna manera la novela trata de hacernos conscientes de lo mal que lo pasan los ancianos, aunque se nos den toda clase de detalles al respecto, sino, a través de ellos, de la fundamental revelación de la muerte, sin la cual ninguna vida tiene sentido.

Esta auténtica iluminación de un hombre cualquiera, desglosada a lo largo de la novela mediante mil detalles, tiene, no obstante, a mi juicio, dos momentos álgidos, cuando el protagonista se golpea con furia su pecho por todos los inevitables errores cometidos, y cuando, ante los huesos de sus padres, se identifica con ellos, como sólo puede hacerlo quien, sin creencias religiosas, comprende que ya estaba a punto de alcanzar "el remoto futuro". ¿O es que acaso se puede vencer a la muerte de otra forma que muriendo, el inseparable envés de la vida?

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