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Columna
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Los muertos

Este año ha empezado mal, no hay duda. La desolación, las voces indignadas, el miedo y los rencores se han mezclado con los abrazos de paz y la costumbre de los buenos deseos navideños. La muerte sirve en algunas ocasiones para cargarse de razón y clamar exigiendo venganza, pidiendo el linchamiento del sospechoso en nombre de las víctimas. Carbón ardiendo en el lugar de su pecado, gritaba Bernarda Alba contra una muchacha pecadora, poseída por la prisa colérica del que quiere acabar con la culpa antes de que lleguen los guardias. Los profesores de literatura, como todos los profesionales dedicados a hablar de la vida, tienen con frecuencia que explicar el tema de la muerte. Saben que, en otras ocasiones, la muerte no provoca ira, sino desolación, porque en el corazón de los vivos entra el frío de los muertos.

Este año ha empezado sin duda con desolación por culpa del nuevo atentado de una banda criminal. En mi caso, la desolación va más allá de la desilusión y tiene muy poco que ver con el arrepentimiento. Sigo creyendo en el proceso de paz, porque nunca pensé que el proceso se apoyara en la buena voluntad o en el cambio de condición de los criminales. Siempre me pareció más importante la toma de conciencia del final del ciclo histórico de una banda terrorista, y la necesidad de una normalización política definitiva del País Vasco. Esos argumentos siguen en pie, y me sigue pareciendo lógico que los políticos trabajen para aislar a los violentos. Así que la desolación surge de un pliegue más profundo, más abatido. El año ha empezado con la crueldad de los asesinos y con la irracionalidad de los que han sido convocados para calumniar y culpabilizar a los políticos que han apostado por el proceso de paz. La demagogia exige en este caso utilizar los posibles fallos concretos para descalificar la idea misma de la paz.

Los profesores de literatura sabemos que la muerte sirve a veces para afirmar que no somos nadie. Los lectores de Jorge Manrique concluyen después de leer sus Coplas que no somos nadie, y lo repiten en su interior como los amigos o los familiares de un muerto en su velatorio. Pero cuando la muerte llega por la barbarie humana, por la horca, el tiro en la nuca o la bomba, esta afirmación se convierte en una pregunta sobre la condición humana: ¿qué somos nosotros? La literatura recoge muchos episodios de barbarie, pero también atesora ejemplos de paz, piedad y perdón.

En agosto de 1936 Federico García Lorca fue detenido en casa de Luis Rosales y ejecutado en el barranco de Víznar. Fueron inútiles los esfuerzos del joven falangista por salvar la vida del amigo. Su actitud no lo convirtió en un héroe de la libertad, porque no se puede utilizar la amistad con García Lorca para silenciar la responsabilidad de Luis Rosales en el golpe militar y en la dictadura. Pero sí merece la pena recordar que en plena Guerra Civil, mientras otros cantaban a la muerte y distinguían la nobleza de los cadáveres según su ideología, Rosales escribió La voz de los muertos, un poema en el que sufre todas las desgracias y asume el luto general de la tragedia.

Otro granadino, Francisco Ayala, salió al exilio en 1939. Su padre, su hermano Rafael y otros familiares y amigos íntimos habían sido ejecutados por los militares rebeldes. A los pocos días de terminar la Guerra, en la que había participado con una intachable lealtad republicana, escribió el Diálogo de los muertos. Bajo la tierra de España, los muertos de los dos bandos dialogan, meditan sobre la condición humana y sobre las consecuencias del dogmatismo y la violencia. Tal vez sea pura poesía, pero las meditaciones literarias sirven a veces para reforzar una determinada apuesta por la nobleza política.

En julio de 1938, acorralado por los militares golpistas y abandonado por las democracias europeas, el presidente Manuel Azaña pronunció un discurso muy político titulado Paz, Piedad, Perdón. Su relectura me ha procurado el único momento de esperanza humana en este tristísimo comienzo de año.

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