"Buscamos a dos personas, no vamos a parar"
20 bomberos pasaron la Nochevieja entre escombros con la esperanza de hallar vivos a los desaparecidos
Los hombres están de pie. Hace frío y se calientan frotándose los brazos y dando pequeños saltos. Charlan o hablan por teléfono móvil para matar los momentos muertos. Falta media hora para que comience el nuevo año. De repente, una grúa saca un amasijo de metal.
Lo que hace dos días era un coche en perfecto estado se ha convertido en una masa informe de chapa calcinada en la que apenas se reconoce más que una matrícula: 0780 CTI. Es entonces cuando esta veintena de hombres, los bomberos que trabajan en el aparcamiento del aeropuerto de Barajas donde el sábado ETA hizo estallar un coche bomba, dejan de hablar y entran en acción.
Primero intervienen los Tedax, la unidad de la Policía Nacional encargada de desactivar explosivos. Una vez que han identificado el coche por el número de bastidor y comprobado que no hay más explosivos, es el turno de los bomberos. Ellos hacen una inspección visual en busca de alguna pista que les ayude a localizar a Diego Armando Estacio o a Carlos Alonso Palate, los dos ecuatorianos que tuvieron la mala suerte de quedarse a dormir en un coche el mismo día y en el mismo lugar en que ETA decidió reventar la tregua con 200 kilos de explosivos.
Todos los que están de guardia, los que pasan la Nochevieja rodeados de escombros, reconocen que es difícil encontrarlos con vida, pero ninguno quiere perder la esperanza. "Alguno podría haber quedado atrapado en algún hueco. Y en cualquier momento podríamos oírle gritar", dice, aferrándose a una remota posibilidad, Fernando Macías, el jefe de guardia de los bomberos. Es de lo que trata su trabajo. De no perder la esperanza.
El silencio que se hace con la llegada del coche calcinado sólo se rompe con el estruendo que provoca la grúa al dejarlo en el suelo. Una nube de polvo rodea a los que están cerca. Tras certificar que la chatarra es sólo eso, chatarra, los bomberos han terminado por el momento su trabajo. Durante el día se han ocupado también de apagar los incendios que se generan entre los escombros, pero desde las seis de la tarde los conatos de fuegos ya están solucionados. Es entonces cuando se relajan y vuelven a hablar. "Esto era un Opel", dice uno que se queda mirando fijamente el coche calcinando. "¡Qué va! Pongo la mano en el fuego a que era un Audi 6", le rebate otro compañero. El olor a quemado y a azufre continúa impregnando el aire, 39 horas después del atentado.
Hilario, que lleva 32 años de servicio y varios atentados terroristas a sus espaldas, dice que nunca ha visto un destrozo tan grande. Su jefe, Fernando Macías, le da la razón sólo en parte: "El incendio de la Torre Windsor fue más impresionante, pero aquí hay más escombros".
De celebraciones por la llegada del año, nada de nada. "No vamos a parar en ningún momento. Ni brindar por el nuevo año ni tomar las uvas. Buscamos a dos personas que no sabemos si están vivas o muertas y no estamos para festejos", explica Macías. Además de los bomberos, trabajan tres empleados de las grúas y una patrulla de policías nacionales. Faltan pocos minutos para las campanadas y los tres grupos llegan finalmente a un acuerdo: tomarán las uvas, pero no brindarán por respeto a los desaparecidos.
Llega el momento. Los bocinazos de un camión de bomberos marcan los cuartos. Y las doce campanadas traen los mismos comentarios que se oyen en cualquier casa: "Ya no sé por dónde van", dice uno. "Yo tampoco. ¿Ésta cuál es?, ¿la quinta?", le responde su compañero. Tras el pitido número doce, todos se abrazan -gruistas con bomberos; éstos con policías...- y se desean un 2007 mejor que el año que termina.
Ningún bombero se queja del escenario que les ha tocado para pasar la última noche de 2006. "Cuando te dedicas a esto, ya sabes lo que te queda. Pero no me importa, ésta es la profesión más bonita del mundo", comenta uno mientras coge una bolsa de agua para lavarse las manos. De su grupo, sólo falta Pedro, que libra esta noche porque acaba de tener una niña.
A pocos metros de los que toman las uvas, una imagen espectacular. Los cuatro pisos del garaje se han convertido en una gigantesca montaña de escombros. Al lado, las mismas plantas del parking, separadas únicamente por una viga, están como antes del bombazo. Coches impolutos a escasos metros de las toneladas de chatarra.
Mientras, en la terminal, los pocos operarios de Iberia que quedan han cerrado su mostrador para celebrar en privado el cambio de año. Un matrimonio que espera a su hijo de Canarias ha subido a la zona de salidas por el frío que se cuela en llegadas. La culpa también la tiene la explosión, que arrancó de cuajo las puertas de la planta de abajo.
Ya en la salida, a la una de la madrugada, continúa el zumbido de las grúas. Al fondo, en dirección a la ciudad, se ven los fuegos artificiales que saludan el nuevo año.
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