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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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El padre perfecto

1. Existe un punto a partir del cual ya no es posible regresar, y ese es el punto al hay que llegar. Alguien acaba de susurrarme esta frase al oído. Luego, despierto. Y es como si acabara de regresar de algún lugar, de alguna frase. Poco después recuerdo que en la realidad llegó la hora de regresar a Barcelona. Inicio entonces un viaje mínimo alrededor de mi cuarto de hotel de París. Me levanto, ando pausadamente hasta la pared del fondo. Paseo por la habitación. En la televisión suena música feliz de Bora-Bora. Vagabundeo mientras busco en mi paseo una épica íntima, la tranquila aventura del viaje mínimo.

2. Ya en el aeropuerto, me aburre la espera y acabo dedicado al juego de ser lo que no soy: un odiador. Nada me queda hoy en día tan lejos como el odio. Sin embargo, no he olvidado cómo es ese sentimiento. Comienzo el juego abominando de todos los extraños que me rodean. ¡Estaba demasiado bien en la soledad de mi cuarto! En Occidente cada día somos todos más estúpidos, etcétera. Y como estoy en el aeropuerto de Orly, no puedo evitar pensar que dentro de 40 años estará en el poder toda esa espantosa generación de niños visitantes de Disneylandia que andan ahora haciendo el indio en pequeños corros alrededor mío. Me rodean como si vieran en mí a un hombre paciente, al padre perfecto. No saben los pobres lo mucho que los odio. "Cualquier persona inteligente o decente odia a la mitad de sus contemporáneos", escribió Cioran. Y seguramente se quedó corto en cuanto al porcentaje.

Me gustaría olvidarme de los niños y padres disneylándicos, pero no me dejan. Veo de pronto cómo un chiquillo tozudo salta como un cervatillo y, escapándose de sus padres que se disponían ya a embarcar, vuelve y vuelve, con siniestra reiteración, sobre los columpios y los toboganes de la zona habilitada en Orly para los niños de Disneylandia. Me acuerdo de Montaigne, para quien la tozudez constituye el signo más claro de la estupidez. Pero la tozudez, por sí sola, no es nada, depende a qué se añada esa obstinación. Sin duda, la de ese niño de cinco años va añadida a los toboganes y a las orejas de Dumbo y, por tanto, es una estupidez pavorosamente burra.

3. Al entrar en el avión, veo que me ha tocado sentarme muy cerca de un matrimonio presumido que viaja precisamente con el niño tozudo y su hermanito, un bebé. La madre es relativamente guapa. En cuanto al padre, se parece al presidente Laporta y sonríe creyéndose perfecto. Ahí está -me digo- nada menos que el padre perfecto que siempre quise ser. Eso me hace odiarle instantáneamente. Pero tengo otros motivos para detestarle. Uno de ellos es que no quiero olvidarme de que juego a odiar. Pronto me llegan aún más motivos cuando el hermanito del niño tozudo se pone a berrear de forma estrepitosa, diría también que asquerosa. Trato de calmarme y para ello pienso en algo que dijera Roberto Bolaño acerca de los bebés: "Suelen llorar y uno no sabe, en la mayoría de los casos, qué hacer, si llorar con ellos o preguntarse qué es lo que ellos saben y que nosotros hemos olvidado. Los bebés son como un lenguaje olvidado...".

A pesar de calmarme a mí mismo con esas bellas palabras, el niño de mi avión no es poético. Es más, arma tal escándalo que acaba pareciéndome odioso, aunque no exactamente él, sino sus horribles padres, que se mueven como si estuvieran convencidos de que (basta ver las miradas complacientes de las azafatas hacia su pequeño monstruo chillón) el Orden está de su parte. Y es que el niño puede llorar sin que ellos pongan nada de buena voluntad para evitarlo, y menos aún para excusarse. No ven nada que no sea a ellos mismos. Aunque juraría que son insolidarios e indiferentes a la sociedad, dan la impresión de ser de los que creen que, por muy salvajemente egoístas que sean, pagan sus impuestos y la sociedad debe servirles bien en todo. Seguramente, su vida pública se reduce a esa actitud de altivez y perfección y de postura vigilante por si alguien no trabaja para ellos. Tienen todo el aire de ser gente del Nuevo Orden. No sé, les odio. Y, además, se creen tan perfectos que ya sólo les falta pedir que les agradezcamos que tengan un perfecto bebé llorón.

4. "Poco importa lo que odiemos, con tal de que odiemos algo" (Samuel Butler).

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5. En realidad todo debería o podría tener una explicación muy simple: detesto a los niños, y más si lloran. Pero no es así. No los detesto. Además, reconozco que hay un misterio en su llanto. Es sólo que estoy jugando a odiar y que, además, ese padre perfecto me parece insoportable, uno de sus individuos poseídos de sí mismos que creen que, como pagan sus impuestos, se han hecho propietarios de todo, hasta del avión en el que viajan, e incluso de la paciencia de los pasajeros con los berreos de su infante. Su caso me parece igual de irritante que el del clásico caso del socio del Barça ("veamos qué hacen con mi dinero") que cree que pagar la pringosa cuota anual le da derecho a todo, incluso a sentirse propietario del club.

La ilusión humana de ser dueños de todo a veces roza lo grotesco. "Esto lo pago yo con mis impuestos", oímos continuamente y la frase empieza a resultar tediosa por tópica e inexacta. Puestos a aceptar que la frase tiene sentido, debería yo hace un rato haber protestado ante las azafatas por los berreos del bebé plañidero y haber dicho, por ejemplo, que tengo derecho a protestar, ya que, después de todo, el niño llorón "lo pagamos todos con nuestros impuestos". No sé, odio a ese padre perfecto. Noto que la normalidad y la ley están de su parte. Le aborreceré hasta llegar a Barcelona, donde terminará el juego.

Odiar sólo como entretenimiento, como un crucigrama veloz que resuelves en el avión. Hay viajes a veces que pasan como una exhalación.

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