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Rebeldes con causa

Antonio Elorza

En el curso de una de mis desafortunadas incursiones en la política, allá por 1981, participé como orador en el mitin organizado en un frontón donostiarra para la campaña electoral por el Partido Comunista de Euskadi. El episodio tuvo ribetes surrealistas, empezando por el hecho de que la única organización que nos apoyaba era una de homosexuales, lo cual no dejó de provocar asombro a algunos veteranos que procedían de la Tercera Internacional. Luego vino la tristeza de las gradas semivacías, pues no hay nada más desmoralizador para quien habla que tener enfrente más cemento que militantes. El acto se cerró, como era de rigor, con el canto del Eusko gudariak en euskera y de la Internacional en castellano. Cuando en el segundo himno entonábamos el "en pie famélica legión", se me ocurrió girar la mirada a la derecha, lo que me llevó a contemplar las orondas tripas de mis compañeros de mesa, Roberto Lertxundi incluido (por no hablar de la mía propia). De pronto lo entendí todo: por muy eurocomunista que fuera, la mercancía que ofrecíamos nada tenía que ver con la sociedad vasca de fin de siglo. Allí no había famélicos, sino tragones. Así que bajé el puño y rompí a reír a carcajadas, provocando una general estupefacción.

La experiencia me llevó a recordar que seguía siendo válida, y aplicable a la situación económica mundial de hoy, la apreciación de Carlos Marx acerca de la inhibición de los trabajadores ingleses ante la opresión ejercida sobre Irlanda. Juicio que bien podría aplicarse a los asalariados europeos o americanos de hoy en relación a los países subdesarrollados. Por progresistas que sean sus ideas, los intereses les llevan a dar por buena la explotación. Sin espacio para la duda, la política de izquierda tiene que contar con ese obstáculo, manteniendo la exigencia del cambio sin perder de vista la necesidad de respetar el bienestar de los "trabajadores opulentos" del mundo euroamericano. Una difícil cuadratura del círculo, cuya orientación conservadora se encuentra reforzada por el fracaso de las revoluciones que a partir de 1917 buscaron la inversión de las relaciones de poder económico, poniendo the world upside-down. Los iniciales logros del modelo soviético en la industrialización, el trabajo de la mujer o un cierto igualitarismo, fueron de sobra superados por el enorme precio pagado en cuanto a la violación sistemática de los derechos humanos, que por añadidura, como sucede en la Cuba de Fidel, y sucedió en la URSS y las "democracias populares", se vio acompañada de la ineficacia económica. Por una de esas tretas del viejo topo, el único régimen comunista que escapa al callejón sin salida, después de los disparates en cadena protagonizados por Mao, lo ha logrado por medio de una restauración del capitalismo, y con una pura y dura restricción de los derechos de los trabajadores.

Las salidas tradicionales se encuentran, pues, cerradas a la vista de su espectacular fracaso. Queda en pie, con todo, la estimación de que no sólo la desigualdad ha aumentado en el marco de la globalización, sino de que el "nuevo orden internacional" anunciado por el mayor de los Bush ha sido incapaz de resolver los problemas pendientes, el palestino en primer plano, y que bajo el Bush menor el liderazgo americano se ha convertido en delirio estratégico, perdiendo el capital moral del 11-S con sus propias violaciones de derechos humanos (Guantánamo) y con la estupidez fundida con crímenes contra la humanidad en la invasión de Irak. Es la hora de los profetas sanguinarios, con Al Zawahiri a la cabeza, anunciando un castigo contra los infieles de dimensiones desconocidas, respaldado además de forma cada vez más intensa por una masa de creyentes sensibilizados, no ya por las prédicas de Al Qaeda, sino por las imágenes de Irak o de Líbano que están construyendo por vez primera la umma a nivel mundial gracias a las emisiones de la televisión Al Yazeera.

Así las cosas, es fuerte la tentación en la izquierda política de escapar a una realidad tan compleja y desfavorable, refugiándose en los símbolos y en las construcciones maniqueas, con frecuencia cargadas de masoquismo (respaldo a Fidel, culto al Che). Tal actitud ha podido apreciarse en muchos comentarios sobre la guerra del Líbano, con justas críticas a Israel pero omisión total de la responsabilidad de Hezbolá y de Irán, y sobre todo en la consideración del terrorismo islámico o yihadismo que ha pasado a ocupar el frente del escenario desde el 11-S. Con unas u otras palabras, todos los males, tanto el del terrorismo como el de las presiones migratorias, tendrían un origen común que explica cuanto ocurre de un plumazo y designa de paso al culpable: son efecto de la injusticia económica que hace saltar de uno u otro modo a los condenados de la tierra contra la opresión occidental.

La solución de la cuestión terrorista sería asimismo simple, de acuerdo con este enfoque de apariencia marxista, y en el fondo de pobres contra ricos: bastaría con proporcionar medios económicos a los desfavorecidos para que el problema se aproximara a la resolución, de ese acercamiento en el vértice etiquetado como "alianza de civilizaciones". Sólo que el reto del islamismo violento es de otra especie. Se trata de una lucha por el poder a escala mundial, amparada en una radical intransigencia religiosa y protagonizada por minorías activas, las cuales, eso sí, pretenden atraer a la masa de creyentes, con la ayuda de Bush. No hay que confundir el contexto con la naturaleza del problema.

Otro tanto sucede en el tema de la emigración. La pobreza constituye el telón de fondo, en el marco de una creciente desigualdad entre Norte y Sur, y es por ello necesario partir de una actitud favorable a la acogida. Pero quienes están en condiciones de pagar un billete de avión o el pasaje en un cayuco no sólo provienen de la pobreza. Responden a una pulsión de motilidad, de movilidad social ascendente, perfectamente legítima, susceptible de ser abordada dentro de un tratamiento donde hay que integrar otras variables. Pensemos en el relato publicado hace poco por el suplemento semanal de este diario, la historia de Alioune, el senegalés que cruzó el mar para mantener a su familia. Claro que el bueno de Alioune aspiraba a mejorar la suerte de todos los miembros de su familia, y éstos eran nada menos que cuarenta. A veces hay que releer a Malthus: en muchos casos es el desbordamiento demográfico, más que la perversidad capitalista, lo que ha

roto los moldes de un crecimiento equilibrado en países africanos. En suma, no se trata de cerrar puertas al modo de Sarkozy, sino de lograr que exista un ajuste entre la cuantía de inmigrantes recibida y la capacidad de los mecanismos de integración.

En el mundo de hoy, siguen vigentes las razones para la rebeldía. En un espacio latinoamericano que por fortuna se mueve, y con todas sus incertidumbres políticas, las de Evo Morales para emplear los recursos de su suelo en la mejora de las condiciones de vida populares en Bolivia. Las del pueblo palestino para alcanzar una suficiente soberanía (compatible con la supervivencia de Israel). Las de quienes tratan de romper la tiranía religioso-militar en Sudán. Las de aquellos que claman por una política redistributiva a los grandes de la globalización. La condición es que las demandas, y las acciones de quienes las apoyen, reconozcan la perversidad de la vía del terror y el fracaso de la utopía igualitaria. No vendrán soluciones de la inauguración de fábricas de Coca-Cola en Kabul un 11-S. Menos aún del imperio de la muerte en nombre de Dios que Al Qaeda trata de implantar.

Ahora bien, en las circunstancias actuales, desde la crisis de Oriente Próximo a la exigencia de superar la dependencia en Latinoamérica, lo que resultaría suicida es detenerse en espera de que el curso natural de los acontecimientos y las deliberaciones del G-8 eviten el riesgo de estallidos sociales y bélicos cada vez más graves. La era Bush nos ha situado en un punto de no retorno.

Esta apreciación resulta aún más válida si tomamos nota del problema más grave que hoy tiene ante sí la humanidad: el calentamiento del planeta. Nos lo recuerda Al Gore en su Verdad incómoda, con el apoyo de una excelente actuación como pedagogo y como actor, bien lejos de su cara de palo en las elecciones robadas del año 2000. Nos lo ponen también ante los ojos las noticias de prensa que informan que con toda probabilidad el otoño de 2006 ha sido el más cálido en Europa de los últimos 500 años, y sin lugar a dudas del último medio siglo, seguido del otoño de 2005. Una de las lecciones positivas en la historia del capitalismo ha sido que para lograr un crecimiento autosostenido resulta imprescindible garantizar el mantenimiento de los recursos técnicos y de capital, así como preservar las materias primas y la energía necesarias para la producción. Y que ésta no destruya el ecosistema. Lo sucedido con la desecación del mar de Aral -por un régimen comunista- no ha sido un accidente local, que arranca lamentaciones de los espectadores de televisión o de los turistas que a cientos de kilómetros visitan una ciudad de Khiva, en el tour de Uzbekistán, invadida a todos niveles por la arena y la sal. Estamos ante un anuncio demasiado visible de lo que va a ocurrir, y de cómo va a ocurrir, si la emanación de gases a la atmósfera sigue impulsando una marcha imparable hacia la catástrofe a escala planetaria. Y Estados Unidos no firmó el convenio de Kyoto, y España lo incumple. Aquí sí la rebeldía debe hacerse grito.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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