Vieja y nueva Unión Europea: golpe de timón
Muchos piensan que la razón fundamental del marasmo que vive la Unión Europea reside en el estancamiento del proceso de ratificación del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa. La entrada en vigor de la Constitución volvería a poner a la Unión en rumbo. Pero algunos pensamos que hacer girar las reflexiones sobre la actual crisis alrededor del asunto constitucional es un planteamiento errado, que confunde el mal con los síntomas de la enfermedad. Tal vez el problema más grave de todos sea que no se sabe qué Unión se quiere. ¿Para qué sirve una Constitución, si no sabemos a qué Unión aspiramos?
Después de tantas y tan importantes ampliaciones, la economía y la política no terminan de encontrarse, dominando la primera a la segunda. Una salida a esta contradicción, tal vez la única, sea la distinción nítida entre países partidarios de la sola integración económica y los favorables a seguir, además, por la senda de la consolidación de Europa como entidad política. Antes o después los Estados tendrán que definirse en uno u otro sentido. Ya sucedió con la Unión Monetaria y con el Acuerdo de Schengen.
Hace falta que un núcleo duro de países dé un golpe de timón para relanzar una Nueva Unión Europea, definiendo para qué, quiénes y cómo se configuraría.
¿Para qué? Por encima de la letra de los Tratados, lo que se conoció como Mercado Común nació con dos objetivos políticos de largo alcance, con la aquiescencia e incluso el apoyo de Estados Unidos. Por un lado, se trataba de sustituir la guerra por la paz como método de resolver conflictos internos. Por otro lado, había que consolidar en el occidente de Europa un bloque capitalista fuerte, estable y desarrollado, como muro de contención de la eventual expansión del comunismo. Ambos objetivos se han alcanzado con éxito.
Logrado lo que se pretendía, parece que la Unión ha quedado sin rumbo fijo, corriendo el peligro de morir de éxito. Se impone la definición de nuevos objetivos. La Nueva Unión Europea ha de ser capaz de desempeñar en el mundo un papel político acorde y en consonancia con su poder económico. Un objetivo consistiría en la sustitución del actual escenario internacional, que se mueve a impulsos de un solo polo, por un nuevo escenario multipolar. Es un contrasentido que la cotización de Rusia suba en las relaciones internacionales, bajo la contenta y complaciente mirada de EE UU, mientras que baja la de la Unión Europea.
El actual orden internacional, unilateral y polarizado por el poder hegemónico de EE UU, evoluciona decididamente hacia un nuevo escenario, con China como único país capaz de hacer de contrapeso. Sólo una Unión Europea que apostara fuerte por su consolidación como entidad política podría contribuir a poner fin al unilateralismo hegemónico de la superpotencia norteamericana.
El papel jugado por algunos países europeos en las crisis de Irán y de Oriente Próximo demuestra que la autonomía en los posicionamientos en política internacional marca el camino de la afirmación de la respetabilidad europea, aunque sea en coordinación con otras potencias, incluso con Estados Unidos.
Paralelamente, el otro objetivo debe consistir en imprimir una dirección política en la evolución de la mundialización de la economía. Se trataría de sustituir el papel que vienen jugando los consejos de administración de las empresas multinacionales por un gobierno de los líderes políticos, que no tendría nada que ver con los ritos vacíos de contenido del G-8 patroneado por EE UU. China viene haciéndolo por su cuenta y riesgo a la chita callando desde hace algún tiempo, con éxito, a la vista de los resultados. Estos dos objetivos pueden parecer utópicos e inalcanzables. Más imposible podía parecer hace medio siglo que la URSS desapareciera del mapa. Y ya no existe.
¿Quiénes? La respuesta requiere plantearse al menos dos cuestiones. En primer lugar, cada vez parece más claro que hay que definir los límites geográficos máximos del o de los proyectos. Se ha comprobado que las sucesivas ampliaciones sin tener claro dónde terminar se han convertido en un factor de inestabilidad. Parece que ha llegado el momento de clarificar hacia dentro (socios actuales) y hacia fuera (aspirantes) hasta dónde puede llegar la Unión Europea.
En segundo lugar, los Estados tienen que decidir a qué carta se quedan o en qué punto del juego se plantan. Para formar parte del núcleo duro de la Nueva Unión Europea sería condición indispensable pertenecer a la Unión Monetaria. En ese núcleo deberían estar Francia y Alemania, por supuesto, y los que quieran de los Seis fundadores, titulares de un histórico derecho de pernada, más otros de los allegados con posterioridad que opten por seguir avanzando por la vía del proyecto político, como la económicamente aventajada Irlanda y también España y Portugal. Alguno de los Diez de la gran ampliación de entre los primeros en integrarse en la Unión Monetaria debería estar en el grupo de cabeza. Más adelante podrían incorporarse al núcleo inicial los países que quisieran, excluidos los caballos de Troya y los quintacolumnistas.
¿Cómo? Aplicando la cooperación reforzada. ¿Qué hacen falta al menos la mitad de los Estados miembros (artículo 43.1 del TUE)? La política no está al servicio de los Tratados, sino al revés. Schengen lo pusieron en marcha en 1985 cinco países por su cuenta, porque los Tratados se habían quedado estrechos. Hay muchas áreas de posible cooperación: culminación de la unión económica, armonización fiscal, estrategia y política energética, espacio aéreo, industria aeroespacial, política social y de empleo, las materias que hoy por hoy pertenecen a los pilares intergubernamentales de la Unión, como la política exterior, de seguridad y defensa, la política de emigración e inmigración y asuntos de justicia e interior, por citar algunos ejemplos.
De todos modos, la Unión que hoy conocemos es una realidad que ha llegado más lejos aún de lo que nunca pudieron soñar sus fundadores y el general Marshall.
Laureano Lázaro Araujo, economista, es profesor de Euromáster de la Universidad Carlos III de Madrid.
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