De carne y hueso
María Kodama, viuda de ese anciano venerable que aparece en la contraportada de libros poblados de laberintos y de espejos, es una mujer vertical que viste anorak y que lleva en la cabeza el invierno de una canicie perpetua. Aparte de los documentales, yo la había visto una sola vez, casi dos lustros ha, cuando la Diputación de Sevilla homenajeó al maestro por el centenario de su nacimiento con unas conferencias algo desaliñadas y un concierto en el Maestranza que dejó dos o tres gritos en el cielo y adjetivos poco obsequiosos en la crítica de los periódicos. Este año, en que se cumple el otro centenario, el de la segunda fecha que acompaña al nombre de Borges en las entradas de las enciclopedias, la Diputación ha pasado el testigo al Ayuntamiento de Tomares, municipio del Aljarafe sevillano conocido por sus chalés adosados y sus centros comerciales y ahora, también, por una dedicación loable y suicida a la causa de la cultura. Para celebrar el tránsito del anciano a la otra vida donde no padecerá más insomnios, Kodama visitó un moderno edificio de este municipio y durante una hora de longitud de autopista desgranó la vida y milagros de la última gran gloria de nuestras letras, ese hombre que ella había conocido bajo la forma doméstica de la carne y el hueso que nos recubre a todos, que también sudaba, sufría tartamudez y se sentía solo de a ratos pero que en su boca acababa por adoptar la solidez impecable del mármol y el bronce. La ponencia dejó en mí un poso de perplejidad y melancolía, similar al que provoca la fotografía de una ciudad después de un cataclismo: los ojos no reconocen el paisaje, la costumbre se afana en hallar lugares familiares que se ha convertido en polvo y en identificar esa esquina que ya sólo cuenta con puesto en el museo de la memoria. Un centenario es lo más parecido a la carcoma, al óxido: se extiende sobre la persona que pretende celebrar y le arranca el color y la forma para dejarnos una especie de molde hueco, de figura que sólo puede admirarse de lejos y que contiene poco aparte del aire. En vez del Borges al que conoció, Kodama prefirió referirse a otro más cómodo, más manejable y trivial: el de las Obras Completas.
La lectura, como el amor, consiste en el ejercicio del tacto: en ambos casos palpamos una superficie en busca de la vida que palpita debajo, exploramos piel o papel intentando adivinar cómo funcionan los órganos que los animan y les dan calor. A veces encontramos un hueco inesperado, un orificio en algún pliegue o en el hiato entre dos sílabas y sucede el milagro de la pasión; esa persona o ese texto se nos vuelven imprescindibles porque hemos logrado acceder a su núcleo y hemos presenciado cómo suceden las cosas del otro lado de la cáscara. El verdadero amante, de la literatura y de los hombres, se pasa la vida pelando naranjas: arrancando esa corteza porosa, apartando la red de filamentos pálidos que protegen los gajos donde aguarda un sabor dulce o ácido y la sed se apacigua. Pero las academias, que siempre profesan el platonismo, prefieren la forma al contenido y con la excusa de proteger a los autores del desgaste del tiempo los convierten en iconos de sí mismos, en guantes vacíos sin manos que los habiten. Durante su última estancia en Sevilla, María Kodama criticó las memorias, recientemente publicadas, en que Bioy Casares dejó cuenta al pormenor de sus encuentros con el anciano del mármol y las ediciones de lujo. Las encontraba, dijo la viuda, un acto de mala fe, de indiscreción: le molestaba que el profano comprobara que antes de marca registrada Jorge Luis Borges fue un ser humano que, igual que el resto, tenía sus momentos de flaqueza, se reía de chistes sin gracia y caía rendidamente enamorado de mujeres de cartón piedra. Pero como saben todos los enamorados la pasión comienza en las banalidades, en la torpeza del otro que nos hace amarlo porque también es frágil y necesita que le disculpen. La gran ventaja de la piedra es que resiste la lluvia sin inmutarse; el defecto, que al ser acariciada sólo transmite un escalofrío. Salvo la de Pigmalión, las estatuas no responden al entusiasmo de quien las adora: un libro, un autor, son algo más.
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