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Columna
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Arrogancias

A Joyce le hicieron a la postre el favor de expulsarle de su emergente comunidad nacionalista y así poder mirar desde fuera, a una prudente distancia, pero con mucho cariño, lo que también consideraba suyo, mucho más que de otros. Y desde que su obra literaria se extendió, no hay observación de su Irlanda, literaria o cinematográfica, que pretenda una cierta calidad que no tenga esa mirada dulce y distante que Joyce inauguró. O quizás sea que muchos la acabamos mirando con sus ojos.

Yo me pongo a hablar de Joyce como si fuera de aquí de toda la vida y era de allá, el autor que más trascendió a su país y que no fue nacionalista. Quizás por esa razón lo trascendió, y sus descripciones no atufan a ideología dominante. Maldito en bastantes momentos, de hecho se marchó a París, como nuestro Unamuno o Baroja se vieron a gusto lejos, haciendo que se les recordara más entrañablemente en Salamanca en un caso y en Madrid en el otro. Y la verdad es que esa distancia, a veces impuesta, enriquece al autor al escribir su obra, o la enriquece a ella misma con los años, porque la contemplamos sin ninguna corrección, sabiendo que es algo incorrecto, no oficialmente admitido, de un tío cuyo pecado fue renunciar, cual Luzbel, a ser de su exaltada comunidad, a no querer vivir supeditado en la gloria colectivista que le ofrecían. A mí esa distancia me gusta. Aunque sea melancólica, es mucho más libre que el marcar el paso en todas las facetas.

Aterriza. Nos acercamos con temor a las elecciones, no sólo porque para entonces lo del proceso tiene que estar más o menos resuelto -mi expatriación espiritual me llevó a verlo desde el primer día con poca fe-, sino porque a las inauguraciones ya iniciadas se van sumando los proyectos cara al futuro -"a futuro", dicen el lehendahari y sus seguidores incorrectamente-, sorprendiéndome gratamente que el Ayuntamiento de Bilbao piense convertir en parque natural al Pagasarri. Vale la pena, porque salvo algunos detalles aquí y allá que se han hecho en él, la villa se merece cuidar el único espacio que le queda. Que le queda sin construir, porque ante sus condiciones orográficas no hay mafia político-urbanística que se atreva. Lo que sorprende son los años que han tenido que pasar desde que la idea se abriera paso en las primeras corporaciones democráticas para que ahora se anuncie. Hay que calentar la expectativas preelectorales; luego se olvidan, y más del Pagasarri, que no genera plusvalías.

El sufrido bilbaíno sabe que desde que se anuncia algo en Bilbao a que se hace puede pasar mucho tiempo. Además, estamos en época de promesas, y en ocasiones éstas nunca se hacen, como la famosa estación intermodal. No la muy cara (cara de cariño) propuesta por los socialistas y proyectada en todos los colores durante muchos años. No; otra anterior y posterior a la de Prieto, propuestas en los primeros años sesenta que en croquis y dibujos nos describían una estación hasta con helipuerto, salvajemente moderna, digna de la fantasía del guionista del serial de ciencia ficción recién extinto entonces Diego Valor, el piloto del espacio.

Uno de Vitoria que estaba ojeando el periódico por encima de mi hombro me dijo que en Vitoria lo tendrían antes, como había pasado con el pabellón de deportes, que en Vitoria se habla menos y se hace más. Y es cierto. Ni siquiera las campañas electorales han cambiado eso. Bilbao se adelantó teniendo tranvía, precisamente porque a la corporación vitoriana -ahora sí parece importarle- no le interesó en el último minuto, cuando el Gobierno vasco se había gastado la tela comprando todo el equipamiento pensado para ella. Por eso se podría cantar una bilbainada con lo del tranvía, que poco a poco hasta empieza a tener pasajeros, pero que desde el primer día ha engalanado y dado lustre de moderna a la villa del Nervión. Pero hasta las bilbainadas se han quedado mudas, en éste y otros temas, salvo un pequeño concurso que ahora se celebra. También han acabado, lo que tenía que pasar con unas jotas en erdera, por ser tan incorrectas como las pinturas de Arrue.

Entramos en el circo de la arrogancia en el que todo partido o coalición electoral nos va a proponer de todo y todo se va a resolver, cuando vemos que al final se resuelve muy poco. Un amigo ya fallecido, ante estas cosas solía gritar: "Virgencita, virgencita, que me dejen como estoy".

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