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Las tribulaciones de un progresista

A quienes creemos en el progreso, los retrocesos, lógicamente, nos sientan muy mal. Si son grandes, como ocurre últimamente, incluso nos ronda la tentación de sumarnos a la muchedumbre de escépticos que piensan que esto, es decir, la política, o más bien la humanidad, no tiene arreglo. Dios no permita que se nos contagie tal dislate. La vacuna consiste en aferrarse a cualquier atisbo de cambio a mejor, con la esperanza de que las mejoras se consoliden y avancemos un poco más hacia ese mundo en paz y sin pobreza extrema con el que tan ingenuamente soñamos los progresistas.

Los comienzos del siglo XXI han sido pésimos. Dos retrocesos han conmovido nuestra fe. El aberrante terrorismo de los islamistas radicales fue, claro está, el primero. ¡Qué paso atrás ese resurgir del fanatismo religioso, una barbarie que acompañó antaño a las páginas más negras de la historia universal, algunas, por cierto, escritas en nuestro país!

El segundo retroceso es que no se estén alcanzando los Objetivos del Milenio. La lucha contra el hambre, el analfabetismo y la enfermedad en el mundo, anunciada a bombo y platillo por las Naciones Unidas, no avanza como debiera. En algunas partes del África subsahariana los objetivos, al ritmo actual, se lograrán dentro de dos siglos, casi cuando las calendas griegas.

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No es que la humanidad no combata esos flagelos. Pero lo hace mal, por torpeza en un caso, por falta de voluntad en el otro. Como es sabido, algunos remedios contra el terrorismo desde el funesto 11 de septiembre de 2001 han sido peores que la enfermedad. La guerra de Irak, destinada a acabar con un supuesto y principal foco terrorista, se ha convertido en todo lo contrario. Allí donde había una execrable dictadura pero no terroristas, ahora hay miles de ellos. La dictadura, es cierto, ha desaparecido, para verse sustituida por el caos.

El retroceso iraquí ha hecho que los escaldados progresistas hayamos acogido con alborozo los resultados de las recientes elecciones legislativas en Estados Unidos. Con ser mucha, nuestra ingenuidad, sin embargo, no es tanta como para creer que el Partido Demócrata de ese país, incluso si las elecciones presidenciales de dentro de un año confirman el cambio de rumbo, sea capaz de resolver con rapidez el terrible embrollo de Irak. Pero toda solución, aunque lleve tiempo, requiere inexcusablemente abandonar el sostenella y no enmendalla de Bush. Ahora hay al menos la esperanza de que probablemente se busquen soluciones distintas a la intervención militar, de tan desastrosos resultados.

Por lo que atañe al otro retroceso, erradicar la pobreza en el mundo es todavía más difícil que restablecer la paz en Oriente Medio. La menesterosidad extrema no atrae tanto la atención como la macabra lista cotidiana de muertes en Irak, aunque sus bajas sean mucho más cuantiosas. Lo que ocurre, por así decirlo, es que son menos espectaculares. Quizá si Occidente se une más en los próximos tiempos y si Estados Unidos se percata de que su enorme poder militar y el consiguiente gasto no atajan los problemas, podría haber más voluntad, menos proteccionismo egoísta y más fondos para combatir la miseria. A la larga, es con mucho el mayor problema de la humanidad y el que, a tenor de los resultados, señalará el peso del siglo XXI en la historia. De no avanzar en el empeño, nuestras generaciones quedarán marcadas con el innoble sello de la insolidaridad, una insolidaridad que hasta cabría calificar de homicidio por negligencia. Quienes creemos en el ser humano nos resistimos a considerar esa posibilidad.

En España, más modestamente, los progresistas, que estábamos más bien contentos, también padecemos últimamente tribulaciones. Cuando se escriben estas líneas, una gran esperanza empieza a tambalearse. El proceso de paz en el País Vasco amenaza con fracasar. De confirmarse el fiasco, las consecuencias serían tenebrosas. Volvería probablemente a correr la sangre, la violencia callejera se extendería, la izquierda vería comprometida su situación en las urnas y la derecha, envalentonada por el fracaso del Gobierno, en lugar de centrarse, se iría aún más a los extremos.

¿Qué ha sucedido para que se haya pasado de la esperanza a la preocupación? Parte de la culpa incumbe al Gobierno por echar las campanas al vuelo prematuramente y no haber previsto que la izquierda abertzale del País Vasco, después de tantos años de defender la violencia como arma política, carece de cultura democrática. Aunque algunos de sus dirigentes hayan hecho esfuerzos en pro del diálogo, ahora se comprueba que el grueso de sus fuerzas acepta difícilmente opiniones distintas de las suyas y cree que algunas de las que defiende, como el derecho a la autodeterminación y la discusión, al margen de la Constitución, de lo que llaman la territorialidad, han de ser aceptadas como paso previo para la paz. Esas opiniones, claro está, pueden defenderse pacíficamente con tanto derecho como las contrarias, pero su aceptación no puede plantearse como condición para el abandono definitivo de la violencia, por la simple razón de que el Gobierno no tiene facultades para aceptarlas. Ignorar ese hecho es desconocer principios básicos de la democracia.

No para ahí nuestra aflicción. EL PAÍS, en cuyas páginas los progresistas hemos encontrado siempre solaz, publica últimamente artículos de opinión que nos dejan sobresaltados. Un apreciado historiador (Gabriel Tortella, ¿Demasiada democracia?, 20 de noviembre) nos dice, tal como reza el título, que quizá haya en nuestras sociedades demasiada democracia. Otro afamado articulista (Antonio Elorza, La insoportable levedad de un presidente, 23 de noviembre) nos descubre, para nuestra congoja, que el presidente del Gobierno, en el que tanto confiábamos, es un superficial preocupado por el marketing y la destrucción de sus oponentes dentro y fuera del Gobierno, partidario de un diseño autoritario (con lo que al menos contentará, digo yo, a Tortella) y artífice de que el partido socialista se haya convertido, ahí es nada, en una organización leninista.

¿Estaremos tan mal, de verdad, nos preguntamos? ¿O será más bien, nos decimos esperanzados, que los articulistas citados atraviesan una racha pasajera de inconformismo iconoclasta? Sea lo que fuere, a los progresistas se nos están recortando las ínfulas. Algo que, después de todo, no puede sorprender, ya que como sabemos los aficionados al damero maldito que figura en los pasatiempos domingueros de este periódico, ínfulas, además de indicar presunción o vanidad, son las cintas que cuelgan de la mitra de los obispos. Y es que hay días en que, para nuestra desazón, parece que algunas ínfulas crecen más que otras.

Francisco Bustelo es profesor emérito de Historia Económica en la Universidad Complutense, de la que ha sido rector.

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