Una indiferencia lamentable
En Nablús, a varias docenas de kilómetros del hogar del soldado israelí secuestrado Gilad Shalit, vive la familia del preso palestino Said al Atabeh, que también está siguiendo las migajas de información sobre el estado de las negociaciones para la liberación del primero. También ellos oscilan entre la esperanza de que pronto dejen en libertad a su hijo y la preocupación y la ansiedad.
Al Atabeh, en cárceles israelíes desde 1977, es el preso palestino más veterano. Fue condenado a cadena perpetua después de ser declarado culpable de dirigir una célula militar del Frente Democrático para Liberación de Palestina (FDLP); uno de sus miembros colocó e hizo estallar varios explosivos. Hubo 33 heridos, uno de los cuales murió. El hombre que puso las bombas, que también fue condenado a cadena perpetua, salió en libertad gracias a un intercambio de prisioneros en 1985. Fue una fatalidad que Al Atabeh se quedara en la cárcel, porque, en el último momento, Israel se negó a poner en libertad a todos los palestinos que cumplían cadena perpetua. Los superiores militares y políticos de Al Atabeh, Mamdouh Nofal y Yasser Abed Rabbo, volvieron a los territorios palestinos cuando se firmaron los acuerdos de Oslo, y se hicieron famosos por su campaña permanente para que hubiera un acuerdo de paz con Israel. Al Atabeh y ellos dos abandonaron el FDLP e ingresaron en la Unión Democrática Palestina (FIDA).
Al Atabeh permanece encarcelado en territorio de Israel, en la prisión de Ashkelon, pese a que las leyes internacionales prohíben que se encarcele a miembros de una nación ocupada en el territorio del país ocupante. Como los demás presos palestinos, está considerado un delincuente, y no un prisionero de guerra. Pero ni él ni sus amigos disponen tampoco de los derechos que tienen los delincuentes, como el derecho fundamental a las visitas familiares. La madre de Al Atabeh le visitó por última vez hace un año, después de cinco años y medio de no verle. Durante unos tres años, las autoridades militares no permitieron a los residentes de Cisjordania -sobre todo, a los del norte de la región- que visitaran a sus seres queridos en la cárcel.
Todavía ahora, las visitas de los familiares suponen una gran cantidad de sufrimientos y negativas arbitrarias "por motivos de seguridad" ("por motivos de seguridad" se lo prohibieron incluso, en un momento dado, a la madre de Al Atabeh, que ve y anda con dificultad). Su hermana pudo visitarle por primera vez al cabo de unos siete años. Las autoridades no dejan que le visiten sus sobrinos pequeños: los familiares que no son de primer grado (y los amigos) tienen prohibido visitar a los presos. Éstos no pueden ni siquiera utilizar los teléfonos públicos, por lo que el castigo incluye una larga y cruel separación de la familia.
Por eso es lamentable que, cuando hablamos sobre la crueldad de los captores de Shalit, Edad Regev y Ehud Goldwasser, que no pueden ni enviar a sus padres alguna prueba de que están vivos, no digamos nada de la crueldad de nuestras propias autoridades penitenciarias y militares, desde hace años, con miles de palestinos y sus familias.
Es lamentable que, incluso ahora, cuando vuelve a mencionarse a los presos palestinos en relación con el intercambio de presos previsto, no se oiga prácticamente ninguna referencia a los más veteranos, encarcelados antes de los Acuerdos de Oslo y de los que 78 fueron condenados a cadena perpetua. Su caso es distinto al de los criminales a los que se condena a cadena perpetua por asesinato y que luego quedan en libertad condicional, con una reducción de un tercio de la condena por buena conducta, de forma que la sentencia se queda casi automáticamente en 30 años. La cadena perpetua, para los palestinos, significa muchas veces la cárcel hasta el día de su muerte.
La negativa de Israel a dejar en libertad a los palestinos condenados por haber asesinado y herido a judíos, como parte de los Acuerdos de Oslo, es uno de los factores que debilitó al partido gobernante de Al Fatah ante la población. Dio la impresión de que los dirigentes de la Autoridad Palestina -algunos de los cuales habían ordenado las acciones por las que se había encarcelado a sus subordinados y activistas- habían abandonado a los heridos en el campo de batalla. La negativa ha sido un arma muy útil en manos de quienes se oponían a los acuerdos, sobre todo Hamás, que afirmó que el hecho de que Israel no dejara en libertad a presos veteranos era, como la confiscación de tierras y la construcción de asentamientos, una prueba de que no le interesa la reconciliación.
Es lamentable que, todavía ahora, Israel se niegue a discutir la esencia misma del encarcelamiento de palestinos como parte de la ocupación de los territorios y la lucha contra ella. La esencia de la ocupación consiste en atacar a la población civil, negarle sus derechos hasta el punto de menoscabar su derecho a la vida. Pero el aparato de ocupación se arroga además el derecho a decidir que cualquiera que se le resista es un criminal.
Desde luego, este fenómeno no es exclusivo de Israel: los británicos, los blancos en Suráfrica, los franceses... también ellos decían que los participantes en el movimiento de resistencia contra su dominación eran terroristas sanguinarios. Y también a ellos les costó comprender el argumento de que esos criminales con las manos ensangrentadas (a los que el bando opuesto llama luchadores de la libertad) tienen tanto derecho a ser libres como los soldados y policías que, a las órdenes del país ocupante, han matado y herido a miembros de la población civil sojuzgada.
Es lamentable que la tragedia y el sufrimiento de la familia Shalit sean probablemente lo que ayude a Israel a acallar su deseo de venganza y dejar en libertad a Al Atabeh y sus amigos, antes de que entren en su cuarta década de cárcel.
Amira Hass es columnista de Haaretz. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. © Haaretz, 2006.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.