A vueltas con el consenso
HOY ES CASI SEGURO que se trataba de expectativas exageradas, sin fundamento en la realidad de las cosas; pero es lo cierto que cuando los socialistas comenzaron a gobernar parecía como si dos de las cuestiones que han gravitado pesadamente sobre el consenso constitucional pudieran por fin encauzarse de manera razonable. La primera, una definitiva estabilidad para el Estado de las autonomías, sacudido desde 1998 por las reivindicaciones nacionalistas; la segunda, la certificación del fin de la violencia como instrumento de la lucha política. Lo primero se resolvería con un nuevo Estatuto para Cataluña; lo segundo, con el comienzo de un proceso de paz.
Tal como por entonces se decía, Estatut de Cataluña y proceso de paz en Euskadi formaban parte indisociable del proyecto de la España plural. Si lo primero salía bien, lo segundo estaría hecho. Y como para lo primero el presidente del Gobierno alardeaba de andar sobrado de fórmulas, se dio como por descontado que lo segundo caería por su propio peso: Batasuna, cansada de no tocar poder, o sea, presupuesto, arrastraría a la política a sus hermanos de la rama armada. Cataluña tendría su lugar propio, diferenciado, en esa España plural, y Euskadi comprendería que el camino de la política, y no el tiro en la nuca, era la mejor senda para encontrar, ella también, su lugar en los alrededores de la pluralidad de España.
Habrá que convenir, mal que les pese a quienes se empeñan en afirmar que debajo de estas expectativas había un pensamiento político, que toda la retórica sobre la España plural nunca pasó del estadio metafórico, inservible como fue desde el principio para significar concretas realidades políticas. Cuando alguien preguntaba qué se quería decir con eso de la España plural, comenzaba el balbuceo. Y llevábamos más de dos años de metáforas adobadas con ocurrencias verbales cuando de pronto se hizo evidente que el aterrizaje en falso del Estatuto, y su rápida metástasis en los de la Comunidad Valenciana y Andalucía, algo tendría que ver con la entrada en barrena del proceso mal llamado de paz.
Y he aquí que, en semejante coyuntura y cuando se cumplían 28 años de Constitución, el partido de la oposición hace como que rompe la cápsula en la que se había encerrado para relamerse a gusto la herida de su derrota, y ofrece una propuesta de recuperación del consenso nada menos que en tres materias, más que sensibles, hirvientes. Para decirlo con las mismas palabras de su líder: materia antiterrorista, materia de modelo de Estado y materia de Historia. De negar el pan y la sal al Gobierno, la oposición pretende llegar en un santiamén a un consenso global.
Tiene su aquel que en el acto de tender la mano al Gobierno y, más directamente a su presidente, el líder de la oposición se haya guardado mucho de estrechársela. Hombre, si uno tiende la mano y el destinatario de tan amistoso gesto está a un tiro de piedra, ¿por qué no estrecharla? Pero, en fin, cosas de la política como representación. Lo interesante es que, por vez primera, en lugar de seguir dando la matraca con el 11-M, Rajoy prefiere hablar de consenso. Y no de cualquier consenso, sino de uno que tiene por triple materia el pasado o la Historia, el presente o el Estado, el futuro o el fin de la violencia.
El Gobierno ha respondido con cautela, como es ya marca de la casa cuando la vicepresidenta toma la palabra. Materia, como es evidente, no falta para hablar: la Historia, acorralada por la Memoria, necesita un respiro; el Estado, cuando el tsunami de realidades nacionales que se cierne sobre el horizonte haya descargado toda su potencia, necesitará algunos revocos que recompongan su pobre realidad residual; y el fin del terrorismo, si el proceso no se aclara, necesitará algo más que otro acto de fe en las palabras, administradas siempre de tres en tres -ahora toca tiempo, temple, tenacidad-, del señor presidente.
Así las cosas, ese resto de ciudadanos sensatos que siempre nos queda no vería con malos ojos el comienzo de una negociación o mesa entre Gobierno y oposición que pudiera conducir a algún acuerdo sobre estas y otras materias no menos graves, como, por ejemplo, la ola de corrupción local sobre la que cabalgan alcaldes y concejales, y la inmigración, situada ya en porcentajes para los que evidentemente no estamos preparados. La cuestión radica en quién le pone el cascabel a ese gato si la corriente eléctrica es tan fuerte que las manos se repelen incluso cuando el ritual manda que reinen, ya que no el consenso, las buenas formas.
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