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Columna
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Las cartas

Un niño escribe en Granada una carta a su padre, que acaba de ser destinado a Madrid. Cada palabra parece una afirmación redonda y una prueba de que todo va bien, de que estudia y respeta a los profesores del colegio, de que ordena su cuarto y no disloca a sus hermanos por el camino de la rebelión doméstica. El niño se esfuerza en escribir sin borrones, con letra clara y papel limpio. Ninguna coartada es mejor que la caligrafía pulcra para justificar los regalos que pide al padre, con un temblor de inocencia y un instinto humano muy certero en el modo de utilizar el chantaje de la distancia, las emociones de las fechas señaladas. Se está echando encima la Navidad, casi nieva en las palabras de la carta, y en el equipaje del regreso paterno habrá sin duda un lugar holgado para los objetos que se enumeran con buen pulso, sin tachaduras, casi envueltos ya -como si se tratase de un papel de regalo- por la aplicada disposición de las letras. La carta llegará a su destino, y luego pasará el tiempo, el padre regresará definitivamente a Granada, el niño irá creciendo, se hará un hombre, y su vida le conducirá a los hermosos y atareados, melancólicos inviernos de Madrid. En la vida del niño hecho hombre no hay casi nada definitivo, pero sí muchas cosas que perduran. Las cosas son un tiovivo, se esconden y vuelven a las manos como las Navidades a los almanaques. El hombre visita a sus padres en Granada, y encuentra, al revolver los cajones familiares, la carta que escribió cuando era niño. No le impresiona que su padre la conserve, ni le sorprende el contenido, porque se trata de un catálogo ingenuo de frases y peticiones previsibles. Pero se conmueve al comprobar que en el sobre figura la misma calle, el mismo número, el mismo piso, la misma dirección que él habita ahora en Madrid. Esta historia podría pertenecer al argumento literario de una narración. La vida no es tan perfecta, suele dejar alguna esquina rota. No coinciden, por ejemplo, el número y el piso de la dirección. Pero sí coincide la calle, y nos atrapa el seguro azar de las existencias humanas y de sus objetos.

Somos siempre los destinatarios de los objetos conservados y de las cartas que escribimos con ortografía infantil. La carta de un niño supone una cita con su propio futuro. Conviene respetar y defender los pliegues del pasado para descubrir el sentido de las huellas que dejan nuestros zapatos cuando caminan hacia delante. Todos los presentes ocultan una negociación con el tiempo y con la vida en nuestro pasado. Los recuerdos, las cosas que guardamos, son nudos de seguridad en la cuerda que sostiene nuestra historia, testimonios que nos permiten regresar a un tiempo que ya no existe, porque el tiempo está acostumbrado a cambiar de domicilio y a desaparecer para siempre, si no le arrebatamos algún objeto personal. Conservo dos cartas escritas de niño. En una está escondida mi ciudad, Granada, que huye de los agobios de la construcción; y en la otra está encerrado el mar. Los regalos que le pedí a mi padre, cuando trabajaba en Madrid, me hablan de los árboles del Paseo del Salón, de los campos de deportes del colegio y de los cines del domingo por la tarde, cuando la caballería se enfrentaba con el asalto de los indios. En la otra carta viven los veranos de un niño en el Puerto de Motril, las siestas interminables, los barcos pesqueros y los partidos de fútbol de un campeonato mundial seguido por la radio. Las palabras tienen de pronto la forma de un anzuelo, de una caña de pescar, de un atardecer en el porche y de un libro de aventuras. La vida se queda enredada en los objetos y nos defiende de la desaparición. Mi mujer me ha visto entrar en la casa con un palo de jockey sobre patines en la mano y con una bolsa en la que tardó poco en descubrir un pantalón de deporte, una colección de soldados de plomo y una novela de Enid Blyton. ¿Pero esto que es? Nada, he estado de compras para contestarme una carta que me escribí hace mucho tiempo. ¡Estás loco! Mi vida, estoy loco por ti.

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