El estilo Loyola
"Esta batalla también la daré". Cuando hizo público ese comentario pocos días después de enterarse de su fulminante enfermedad, Loyola de Palacio no hizo sino reafirmar la que ha sido su principal cualidad a lo largo de su vida: la lucha hasta el final por sus ideales y convicciones, pero también por los objetivos políticos y profesionales que le encomendaban o que ella se marcaba. En Madrid y Bruselas, las dos ciudades en las que desempeñó los dos cargos de mayor relieve en su carrera política, De Palacio siempre fue una temible adversaria para quien se situó enfrente. Sin embargo, también éstos valoraron siempre su preparación y perseverancia por encima de su dureza rayana en ocasiones en la rudeza. Al menos en eso era como Fraga, su padre en política.
Los primeros ejemplos públicos de esa actitud tuvieron como víctima en los noventa al entonces comisario de Agricultura, el austriaco Franz Fischler. Siendo ella ministra de Agricultura, de 1996 a 1999, De Palacio inició contra el habilidoso y frío Fischler la batalla de la reforma del aceite, con España como país aparentemente perdedor. La ministra resistió todos los pulsos hasta convencer al comisario de que visitara con ella los olivares andaluces y observara sobre el terreno una realidad imperceptible desde los despachos de Bruselas. Ganó la batalla y también un amigo, al que reencontró como comisaria de Energía y Transportes (1999-2004).
Era el estilo Loyola: vencer en la pelea y convencer en la distancia corta. Eso debió captar en ella Aznar cuando, como líder del PP en la oposición, la incluyó en el selecto grupo de mujeres que, como Celia Villalobos o Teófila Martínez, en una inédita imagen de la derecha democrática española, emergieron como una nueva casta política que ejercía de ariete frente al último Gobierno de Felipe González y, a la vez, atraía a parte de un electorado de centro que en 1996 inclinó la balanza a favor del PP.
Ya en el Gobierno, De Palacio tuvo que arrostrar su mayor tropiezo cuando, en el tramo final de su mandato como ministra, saltó el escándalo del lino: el ilegal cobro de miles de millones de pesetas en ayudas europeas mediante la sistemática falsificación de cosechas y derivados en las transformadoras. Como cabeza de lista del PP al Parlamento Europeo en 1999, su campaña quedó mediatizada por aquel escándalo que ella nunca gestionó con habilidad.
En Bruselas, sumó a su tenacidad y dedicación un complicado papel de líder, de jefa, de los centenares de militantes y próximos al PP esparcidos por las tres instituciones europeas y por toda la colonia de la ciudad. En esa delicada misión, dejó fuera de toda duda su lealtad a Aznar, al entonces ministro Rodrigo Rato y, en general, a la cúpula dirigente de la época. No sólo eso; haciendo en ocasiones equilibrios más que peligrosos, su debida imparcialidad como comisaria fue puesta en cuestión por sus colegas, incluido el presidente Prodi, por su encendida defensa de posiciones alineadas con el Gobierno del PP. El largo pulso que mantuvo a costa de las golden share fue el caso más sonado.
Pero esas sombras apenas oscurecieron su labor en Transportes y Energía, desde donde dio el impulso definitivo al sistema europeo de satélites Galileo, sentó las primeras normas serias sobre seguridad marítima y alentó la creación de grandes redes europeas de transporte más sostenibles.
Si aquel comportamiento de demostrada lealtad a Génova y Moncloa era objeto de críticas en Bruselas, en Madrid ocurría lo contrario y su alta valoración llegó a convertirla en hipotética candidata a suceder a Aznar si éste optaba por una mujer. Tampoco ella ocultó sus deseos de regresar a Madrid, preferentemente para reincorporarse al Gobierno. La elegida fue su hermana Ana. El nombramiento de ésta como ministra de Exteriores era, según algunos, un tapón para las aspiraciones de Loyola. Lejos de cualquier interpretación, la comisaria europea recibió la noticia como la más agradable sorpresa de toda su vida.
El PP no le correspondió. O al menos pareció no contar con ella. No la incluyó en las listas electorales con el argumento de que debía seguir en Bruselas hasta concluir su mandato en octubre de 2004. Tampoco le enviaron ninguna señal cuando su partido perdió las elecciones. Aún así, se integró en silencio en el aparato de Génova, a la espera de futuras oportunidades. También su corta y rápida enfermedad la ha sobrellevado en silencio. Ha dado la batalla hasta el final. Como siempre.
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