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FUERA DE CASA
Columna
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Resaca de Guadalajara

Para pasar la resaca de la Feria de Guadalajara, vuelvo al sur de Tenerife, mirando a la Gomera. Aquí, si uno se aísla de las especulaciones, de los pelotazos o de la realidad que llega en patera, se puede pensar que el mundo es plácido, hermoso y armónico. Lo malo es que la realidad y la información nos toman por asalto. Nos atracan aunque estemos de puente de evasión y descanso. La evasión es imposible en nuestro mundo. También las Canarias están en el centro de los problemas. Hace mucho que las islas no son ese lugar lejano donde a algunos desafectos de viejos regímenes los castigaban con el destierro. Es curioso que uno tenga que pelear por conseguir una plaza en este lado del disfrute, y otros, en otros tiempos, quisieran escaparse del castigo de un destierro a estas islas. Eso le ocurrió a Miguel de Unamuno, desterrado a Canarias por la dictadura de Primo de Rivera, y obsesionado con escaparse de estas islas. Unamuno era muy suyo y no tenía nuestras vistas.

Así, sin demasiada mala conciencia, pasamos en el sur de Tenerife la resaca de una macroferia del libro y sus cantinas. Porque eso también hay que contarlo. La Feria del Libro de Guadalajara se hace con millares de libros, centenares de autores, decenas de miles de visitantes y... con litros de tequila. Tenían razón Jordi Herralde, Beatriz de Moura y Toni Lamadrid -tres clásicos de esta feria- cuando nos informaron de que, además del stand, las comidas de trabajo, los coloquios y los encuentros formales de autores con editores, lectores y demás sectores implicados, hay que saber mantener el tipo en las cantinas. No está mal de cantinas la vieja Guadalajara, pero quizá la más visitada por escritores y demás familia sea La Mutualista. Es una cantina algo destartalada, pero muy bien mezclada de clásicos y modernos de la noche, de jovencitas y maduros, de aficionados al cante y de bailongos clásicos. El ambiente me recordaba a un desaparecido, y añorado, bar de Madrid, El Avión. Fue un lugar mítico para mezclarse los géneros, las edades y las maneras de destrozar las canciones. El bar que hizo que Sisa se quedara en Madrid y cambiara su nombre y su personalidad. El bar se cerró hace años, los dispersos clientes nos dispersamos por otros bares que desde luego ya no son el mismo. Los que lo conocieron, lo recordarán, con su pianista cojo, César, que se parecía a Tierno Galván; sus dueños, que parecían sacados de un bar de los tiempos del espionaje en Berlín, y los clientes, que cantaban a golpe de piano en unos años en que el karaoke era una diversión para japoneses. Terminó el bar y Ricardo Solfa volvió a Barcelona, volvió a Sisa. Aunque ahora ha vuelto por territorios madrileños por gracia de Vainica Doble.

Nostalgias de unas noches mexicanas en que por las cantinas, además de la tropa de escritores andaluces, te podías tropezar con lo mejor de la música andaluza. Noches de Raimundo Amador, Martirio, Rubial, Miguel Ríos, Carmen Linares y ese nuevo rey republicano llamado Sabina, que -para mayor melancolía de los mayores- se presentó acompañado por la mitad de Pili y Mili; los que recuerden la mili con Franco sabrán de quiénes hablo.

No todo eran cantinas, también estaban los cabarés. Los lugares del bailongo. Esas enormes salas que hubieran hecho feliz a Hellín y que siguen haciendo muy felices a escritores y políticos que se despeinan en ferias como ésta. El que no me crea, que se lo pregunte a Manuel Chávez o Felipe González, que lo presidencial no quita lo bailongo en el cabaré Veracruz. Cerca de Veracruz, como le gusta sentirse al parisiense de Barcelona, Enrique Vila Matas.

En los días de feria en Guadalajara nos dimos cuenta de que no era verdad aquello que contestó una vez un escritor -posiblemente Monterroso- cuando le preguntaron por el estado de la literatura mexicana y lacónicamente contestó: "Descansa en paz". No quiero dar muchos nombres, pero había que poner en fila a los llamados contemporáneos -algo así como la generación del 27 mexicana-, mezclar los mexicanos de los cuarenta con los del exilio español, acercarnos por los curiosos cosmopolitas -Pitol, Margo Glantz, Alejandro Rossi o Monsiváis-, seguir por los chicos del crack y terminar con esa mezcla feliz que se da en las letras mexicanas, donde pueden convivir escritores tan diferentes como Villoro o Paco Ignacio Taibo II, al que hay que reconocer varios méritos -aunque nunca nos haga olvidar la figura del padre-: ser capaz de escribir, y bien, además de vender, y mucho. Y eso que este Taibo segundo, tan de novela negra, tan de Pancho Villa y tan peleón, con esa pinta de mexicano forjado en las cantinas, sólo bebe refrescos. ¿Y para eso hicimos la revolución?

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