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Columna
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El robo

Manuel Rivas

El muchacho llevaba un gorro de lana y una cara de frío antiguo. Estábamos desayunando en una cafetería, en Madrid, y él se aproximó a la mesa y nos ofreció una revista. Balbuceó en su acento: Algo para comer. Puso la revista muy cerca de nuestros ojos. También parecía antigua. Quizá había recorrido varios países, como una ligera herramienta de papel. El fondo era blanco y los titulares, en francés, nos atrajeron de forma hipnótica. Ahora, la memoria, sarcástica, me devuelve una cabecera improbable pero veraz: Mon petit doigt me l'a dit (Mi dedo meñique me lo ha dicho). La vida tiene vocación de cuento, así que cuando me percaté de la realidad, recordé, esta vez como advertencia, el consejo literario de Dieste: el final debe aletear desde el principio. Sí, algo quería decir el dedo meñique. Mientras buscaba unas monedas, el muchacho miró hacia atrás como si alguien lo llamase, amagó una disculpa y se fue con prisa teatral hacia la puerta. Ya en la calle, se echó a correr entre la multitud. Se había llevado mi teléfono móvil bajo el ala de la revista francesa. Fue un trabajo limpio, de prestidigitación. Corría con alegría navideña. Me hubiera gustado alcanzarlo y felicitarlo. Al fin y al cabo, también él trabaja con la prensa. Un resistente del papel. Informé del robo a la empresa de telefonía y conseguí que me dieran de baja. Lo mejor, insistieron, era hacer cuanto antes un duplicado de la tarjeta y adquirir otro móvil. Esta vez no hice caso. Sucede lo que conviene, pensé. Alguien había hecho la revolución por mí. Fantástico. A los pocos minutos, estaba sin voz. Nunca había padecido una afonía semejante y tan repentina. Una pérdida total de voz. De niño había oído hablar de algunos casos de transmigración trasatlántica de voces. ¿Cómo viajaban la voces? En primera clase, como las compañías de ópera, y en la cama de las sopranos, decía mi abuelo, con un tono científico a lo Iker Jiménez. ¿Se puede robar una voz? Se puede robar todo, chaval. Me acordé del muchacho, de lo único que nos había dicho inteligible en su acento transilvánico. Si se había llevado mi voz, quizás había dejado la suya. Con gran esfuerzo conseguí balbucir: "Algo para comer". Y el médico me contestó: "¡Clorato potásico!". Algo es algo.

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