Conjura en Caracas
UN HISTORIADOR osado podría afirmar que, desde el siglo XIX a esta parte, Venezuela puede asociarse al síndrome de conjura continua.
La última década del siglo pasado no fue distinta. Una tarde cualquiera de aquellos años sacudidos por dos intentonas de golpe de Estado, rumores de explosión social y expectativas encontradas, luego de haber editado mi primera novela, Calletania, unos amigos me invitaron a una reunión en un departamento en el centro de Caracas. La atmósfera estaba cargada de murmullos, de música y del nimbo espeso del humo de los cigarrillos. Ricardo Azuaje propició el encuentro, nos reuníamos para conspirar. Se podía oler, más allá de los vapores etílicos, la agria jactancia de la adrenalina, sentir el suspense y las expectativas pulsar en la piel de quienes, tumbados en el piso, escuchábamos salsa de la Fania y a Nina Simone. Se intuía que nos hallábamos en la víspera de algo, un evento, una realidad intrigante: escribir una novela a seis o a ocho manos. De inmediato nos embargó el entusiasmo, la gracia de quienes se han descubierto escritores al oír la resonancia de sus voces y quieren hacerla tangible en los libros.
A propósito de los escritores venezolanos: Ricardo Azuaje, Rubi Guerra, Ednodio Quintero y José Napoleón Oropeza
Ricardo Azuaje había publicado por entonces Juana la roja y Octavio el sabio. Quizás tenía en el tintero Viste de verde nuestra sombra. Ambas novelas se reinventaban en el humor, se sumergían con una frescura inusitada en la realidad urbana, en la historia reciente, en la cotidianidad urticante. Rubi Guerra tenía en la calle dos libros de relatos en los que se debatía la mirada de Juan Rulfo, las elipsis y la distorsión de los espejismos en los campos petroleros que ya había narrado certeramente Gustavo Díaz Solís en Arco secreto.
Juan Carlos Méndez Guédez escribía su primer libro de cuentos Historias del edificio, y es probable que estuviera prefigurando Retrato de Abel con isla volcánica de fondo; de mi Calletania o de El rabo del diablo ya otros hablarán.
En aquel momento de conjura, nos convocaba la necesidad de armar una gran novela, aún éramos ingenuos y como en todo suceso marcado por su índole conspirativa, diseñamos una estrategia, nos repartimos la responsabilidad de elaborar, cada uno de los sediciosos, un capítulo de la historia. Discutimos afiebradamente los detalles, y a veces nos costó ponernos de acuerdo, pero estábamos poseídos por nuestra certeza, redescubríamos el poder de la anécdota y las posibilidades infinitas de ficcionar la realidad.
Como ya es sabido, y como suele sucederle a la mayoría de los complots, las ilusiones de hacer la obra colectiva y darle un guantazo al rostro de la realidad literaria de Venezuela no llegó siquiera a discutirse de nuevo. Cada quien volvió a su vida, a sus asuntos inmediatos, privaron las necesidades y los gustos individuales, es lo natural; sólo de vez en cuando, en otros encuentros, alguien se ha atrevido a asomar, con el propósito de ruborizarnos, las ínfulas de aquella empresa.
También es sabido, o quiero hacerlo saber, que ése no fue un acto carente de trascendencia, porque, como decía mi abuelo que dijo algún maestro: sólo las obras hacen fe. Ricardo Azuaje, vuelto sobre sus tareas, reafirmó las propuestas iniciales, escribió La expulsión del Paraíso. Rubi Guerra ha ido más allá de sus dilemas, ha consolidado una voz diferenciada y sólida en el mapa de la literatura escrita en habla hispana. Me atrevería a arriesgar que, junto a Ednodio Quintero y José Napoleón Oropeza, es uno de los cuentistas más relevantes del país de la segunda mitad del siglo que pasó y del que comienza. Él dará de qué hablar, basta leer El discreto enemigo y Un sueño comentado; y muchos de ustedes, lectores de España, reconocen en Juan Carlos Méndez Guédez al autor magistral, lo han leído y han disfrutado de Tarde con campanas, de El libro de Esther y de Árbol de luna, entre otros.
Aquella década de los noventa fue una década de iniciaciones. Hoy, a la vuelta del tiempo, junto a autores que, por razones de espacio, han quedado fuera de esta crónica, podemos decir que la literatura venezolana es un hecho tangible y vigoroso.
Israel Centeno (Caracas, 1959) es autor de Criaturas de la noche (Alfaguara. Venezuela, 2000). Acaba de publicar en España, Iniciaciones (Periférica).
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