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Columna
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Las provincias

En los años setenta del pasado siglo, el leonés Antonio Gamoneda mandó imprimir una tarjeta de visita en la que se leía: "Antonio Gamoneda, ex poeta de provincias". En aquel tiempo el poeta no escribía versos. No podía. La poesía se había convertido para él en escritura ausente, imposibilidad material y moral. Sus días y trabajos le impidieron, durante un importante número de años, escribir poesía. Digamos (lo dice el propio Antonio Gamoneda en su libro Descripción de la mentira) que el óxido se posó en su lengua como el sabor de una desaparición. "El olvido entró en mi lengua y no tuve otra conducta que el olvido". El olvido en León. El olvido en la fría provincia a cuyo abrigo creció y vivió y aún vive, después de que el azar (esta vez aliado con la justicia poética) le haya deparado la concesión del último Premio Cervantes.

Hoy el poeta no es mejor ni peor que cuando le cubría el silencio espeso de las antologías y de los suplementos literarios y la crítica llamada académica. Sigue siendo -lo ha dicho, lo acaba de decir en el Palacio Real, mientras recogía el Premio Reina Sofía de manos de la Reina Sofía y llevaba cogida de la mano (tomada de su mano) a una niña de ocho años que se llama Cecilia y es su nieta- un poeta de barrio, un humilde poeta de provincias. La colección de poesía que Antonio Gamoneda creó en León hace más de treinta años se llamaba, por cierto, Provincia. La provincia como una maldición y una costumbre (esa "negra provincia de Flaubert" que nos contó Miguel Sánchez-Ostiz antes de que los diarios, dietarios y diaris se pusieran ferozmente de moda), pero también, al mismo tiempo, la provincia como la salvación de muchos males, como el mejor antídoto contra las imposturas, trampantojos y necedades de la capital.

La provincia ha caído en el desuso. Como al capitalismo que nadie nombra, nadie quiere citar a la provincia ni aceptar su existencia (ni siquiera jurídica). Es un término en completo descrédito. Ni siquiera con toda la ironía del mundo alguien pondría en su tarjeta, igual que Gamoneda en los años setenta: "poeta de provincias". La provincia está llena de artistas y escritores nacionales o que aspiran a serlo, a nacionalizar sus versos o sus prosas y ocupar una plaza en el Parnaso de sus respectivas realidades nacionales. La provincia, también, está llena de espléndidos escritores secretos, poco y mal conocidos. Pero renace (o quiere renacerse) la figura decimonónica, pesada como el plomo, del escritor nacional en cada territorio. Nadie más alejado de ello que Antonio Gamoneda. Nadie más alejado del hechizo nacional (pequeño o grande) que este poeta inmenso, fabricado y crecido en la provincia. Tampoco nadie menos provinciano.

El epicentro del provincianismo se encuentra, como todos sabemos, en Madrid. Los últimos grandes libros escritos sobre la capital de España se deben a dos autores de la periferia, el Peatón de Madrid, del citado Miguel Sánchez-Ostiz, y La Gran Vía es Nueva York, del flamante Premio Nacional de las Letras Raúl Guerra Garrido, provinciano tres veces (por madrileño, vasco y leonés). Es curioso que este año que termina los galardones más importantes de las letras hayan correspondido a autores tan ligados a la provincia o las provincias como Gamoneda (Premio Cervantes), Ramiro Pinilla (Premio Nacional de Literatura) o Raúl Guerra Garrido (Premio Nacional de las Letras).

Sin salir de Getxo, ¿habrá alguien más universal que el vizcaíno Ramiro Pinilla? Creo sinceramente que a los tres (Gamoneda, Pinilla, Guerra Garrido) les ha sentado bien, siendo tan diferentes, la domiciliación en la provincia y el alejamiento (distinto en cada uno de los casos) del centro geográfico, literario y político. Ir a Madrid y ponerse a la cola ya no es, afortunadamente, el principal y único camino (supuesto atajo) para hacerse escritor. Las colas, además de aburridas y cansadas, sólo aumentan la prisa, sobrecargan las piernas y enturbian las ideas. Hoy por hoy, las provincias están sobradamente redimidas. No sé si han hecho igual las grandes capitales (Madrid y Barcelona han dejado de ser lo que fueron). El caso es que las viejas, renovadas, asfixiantes y frías capitales de provincia continúan ofreciendo autores admirables, poetas sin esperanza y con fraternidad, versos universales, buena gente.

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