¿Democratizar la ampliación de la Unión Europea?
¿Tenemos los ciudadanos europeos derecho a decidir sobre las futuras ampliaciones de la Unión Europea? La pregunta se plantea porque aparentemente la Comisión Europea está reflexionando sobre una nueva formulación del criterio de absorción (EL PAÍS, 2 de noviembre de 2006), en la que los nacionales de los países comunitarios tendrían la posibilidad de pronunciarse, en referéndum, sobre si aceptan o no la inclusión de nuevos miembros en la UE.
No está claro si dichos referéndums serían o no vinculantes; pero es evidente que, incluso aunque no lo fueran jurídicamente hablando, ningún Gobierno se atrevería a aceptar a un nuevo país en la Unión cuando los ciudadanos hubieran votado negativamente sobre su adhesión (y viceversa). La cuestión afecta sobre todo a Turquía: según las encuestas que periódicamente realiza la Comisión Europea, la mayor parte de la ciudadanía se muestra contraria a la adhesión de este país en el club europeo.
La genealogía del hoy ya famoso principio de la absorción se remonta al Consejo Europeo de Copenhague de 1993. En este Consejo, los Estados miembros establecieron los criterios que debían ser respetados para la adhesión de nuevos países. Dichos criterios son obvios: se exige que los potenciales nuevos miembros respeten los derechos humanos, los principios democráticos, el Estado de derecho, y que exista una economía de mercado en funcionamiento. Pero además, el Consejo de Copenhague señalaba, tras formular dichos criterios, que "la capacidad de la Unión de absorber nuevos miembros es una consideración importante". No obstante, hasta la fecha, esta consideración había quedado en papel mojado, puesto que nadie se había molestado en recordar su existencia.
Sin embargo, después de los "noes" francés y holandés, algunos países, como por ejemplo Francia, han vuelto a poner sobre la mesa, y esta vez con fuerza, el criterio de absorción. Este país ha sido el principal impulsor de la conexión entre el criterio de absorción y el principio de la democracia directa. De hecho, está de alguna manera obligado a hacerlo, puesto que el artículo 88.5º de su Constitución establece ahora que cualquier futura ampliación de la Unión deberá ser aprobada por los ciudadanos franceses, en referéndum. Éste es un nuevo ejemplo de lo que los cursis llaman "fertilización jurídica", porque es probablemente como consecuencia de este reciente cambio en la Constitución francesa por lo que la Comisión esté reflexionando sobre la elevación a rango de principio de la Unión que los ciudadanos europeos (y no sólo los franceses) se pronuncien en referéndum sobre las futuras ampliaciones. Independientemente de ello, tiene sentido plantearse si realmente la idea de la Comisión es o no aceptable.
Lo primero que hay que decir es que la historia de las recientes ampliaciones es la de un éxito colectivo, al menos en lo económico. Es bastante probable que la relativa bonanza económica que hoy vive la Unión Europea se deba, en gran medida al menos, a la ampliación, es decir, al hecho de que en pocos años el mercado comunitario haya pasado a 450 millones de consumidores.
Si esto es así, ¿cómo se puede explicar entonces que tanta gente se muestre reticente en relación con el proceso de ampliación? Hay muchas razones que explican este deterioro de la imagen que los europeos tenemos de este proceso, entre las que los prejuicios de todo tipo frente a lo que viene de fuera seguramente cuentan y de manera muy importante. Pero bajo mi punto de vista, la clave para entender este deterioro es que la ampliación de la UE, que ha afectado en muy poco tiempo a 10 Estados miembros, se ha realizado de espaldas, literalmente, a la ciudadanía. Los ciudadanos estamos todavía esperando que alguien nos dé razones del porqué de este proceso: por qué ha sido tan rápido, por qué ha afectado a tantos Estados, por qué ha sido tan de golpe y sobre todo por qué no se ha consultado nuestra opinión.
Por concretar: ¿alguien sabe lo que nos ha costado el proceso de ampliación hacia los países del centro y del este de Europa? A España, por ejemplo, le ha costado bastante, porque en parte como consecuencia de la ampliación, y de su consiguiente efecto estadístico, se nos ha puesto muy cuesta arriba nuestra condición de receptores netos de fondos europeos. ¿Se compensa esta pérdida con la ampliación de mercados? Probablemente, aunque quizá en el medio o largo plazo. ¿Se nos debería haber consultado sobre si aceptábamos una pérdida tangible de recursos a cambio de la ampliación de nuestros horizontes de mercado? Sin duda.
Por tanto, la democratización del proceso de ampliación ha de ser bienvenida: las futuras ampliaciones no pueden ser objeto de una decisión de élites políticas más o menos iluminadas, sino que opciones tan trascendentales deberían de contar con el respaldo de la gente. Ello no implica que la propuesta de la Comisión no esté exenta de riesgos.
Ya estamos acostumbrados a que cualquier consulta a la ciudadanía de los Estados miembros sobre temas europeos se tiña de toda una serie de cuestiones domésticas que nada tienen que ver con el objeto de la consulta. Es evidente que en los "noes" francés y holandés han pesado más los problemas de política interna de cada uno de estos países que la propia percepción que la ciudadanía francesa y holandesa tenía de la Constitución europea. La pregunta es: ¿cómo democratizar el proceso de ampliación sin por ello incurrir en los vicios que la incipiente "democracia directa" de la UE está dejando entrever?
No existen soluciones mágicas para conjurar el riesgo de que la gente conteste a la cuestión de la ampliación pensando en temas domésticos no conectados con el objeto de la consulta, pero sin duda parte de la solución podría pasar por la europeización de los referéndums. Es decir, un potencial referéndum sobre la adhesión, por ejemplo, de Turquía, debería ser un referéndum europeo, en el que los consultados lo fueran en tanto ciudadanos europeos, y de los Estados miembros. Además, el referéndum debería realizarse al mismo tiempo en todos los Estados, para evitar posibles efectos contagio. También debería contar con un mínimo de participación, por ejemplo, un 55% del electorado europeo. Una última garantía sería la de establecer umbrales suficientemente altos para aceptar como vinculante el resultado: por ejemplo, ese umbral se podría situar en un 60% de los votos emitidos, de tal manera que nada ni nadie pudiera cuestionar la legitimidad del mismo, fuera éste positivo o negativo.
En definitiva, la democratización de la ampliación es una buena noticia, siempre y cuando seamos capaces de establecerla de manera inteligente.
Antonio Estella es catedrático Jean Monnet de Derecho de la Unión Europea, Universidad Carlos III de Madrid.
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