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DON DE GENTES
Columna
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Yo y Manolo

Elvira Lindo

DESDE QUE VIVO en un mundo virtual, mi universo se reduce a este rincón de mi cuarto: la mesa, el flexo, un mapamundi en la pared y un muñeco de plástico duro de los años treinta que compré en un mercadillo. Está en una hamaca tumbado, tieso como un muerto y tomando el sol, con trajecillo de playa del Gran Gatsby. Tan virtual es mi mundo, tan centrado en esta pantalla con la que interactúo la mitad del día, que lo más humano que tengo cerca es el muñeco antiguo, al que llamo Manolo (en homenaje a Rodríguez Rivero, of course). Con este Manolo expreso mis desahogos. A veces le saco de la hamaca, le pongo delante de la pantalla y le digo: "Mira, Manolo, mira lo que ha dicho este cretino". Y como Manolo está frío como un Niño Jesús y nunca se decanta, me cabreo con él y le saco un rato a la escalerilla de incendios, para que se hiele, le picoteen los pájaros y le muerdan las ardillas rabiosas que saltan por el patio. Al verlo a la intemperie me da la misma risa que a Bette Davis cuando en ¿Qué fue de Baby Jane? le ponía de comer una rata a su pobre hermana paralítica. No descarto la idea de colocar una cámara en mi rincón de trabajo y colgar en Youtube mi actividad diaria a fin de que científicos de todo el mundo analicen esta vida laboral solitaria, alimentada por manías que se van sumando: oler una goma Milán gigante que me retrotrae, contar los bolígrafos robados en restaurantes, mirar el correo cada cinco minutos, hablar con Manolo o torturar a Manolo colgándole del palo del flexo. ¿Qué daño le hago a nadie? Por cierto, el otro día vi una exposición de Robert Crumb, el dibujante de cómics que pasará como una de las estrellas del arte gráfico del siglo XX, pero también como uno de los individuos más odiados por el feminismo académico. Había una página en la exposición en la que Crumb se dirigía a aquellas mujeres que le han acusado de degradar la imagen de la mujer. Crumb empezaba muy educadamente diciendo: "De verdad, no entiendo por qué me odian, yo me siento muy feminista". Continuaba su speech en viñetas expresando su asombro ante personas tan cualificadas intelectualmente que, sin embargo, no consiguen distinguir entre realidad y ficción. Lo cómico es que en la última viñeta aparecía sudando, como si hubiera perdido los nervios: "¿Qué quieren ustedes que haga?, ¿jodidos cómics con mensaje, cómics pedagógicos? No se dan cuenta de que esto para mí es como una terapia... ¿Preferirían ustedes que dejara de pintar estas cosas horribles y saliera a la calle a perseguir a niñas de 12 años? ¿Me entenderían más entonces?". Robert Crumb está completamente zumbado, lo sabe, y vive su oficio como una terapia ocupacional. No es un disparate. Los médicos están cada vez más convencidos de que el trabajo es terapéutico y de que alguna vez pagaremos la alegría con la que jubilamos a la gente a los 50 años. Y en cuanto a todos esos expertos/as desalmados/as que llevan años tratando a Crumb como si fuera un asesino, porque dibuja mujeres calientes dispuestas a tirarse a cualquiera con unos traseros que se salen de la página, deberían aparcar por un momento sus principios morales y escuchar al hombre loco, al salido, al que se confiesa prisionero de una imaginación rijosa que encuentra su válvula de escape en ese oficio de consumo popular que ha saltado, con todo derecho, a los museos. Robert Hughes, el autor de La cultura de la queja, ese libro publicado hace ya 14 años que diseccionaba los peligros de la cultura basada en el ego identitario y que cada día que pasa es más y más actual, ha dicho del loco de Crumb que es uno de los grandes artistas satíricos del siglo XX, a la altura de Goya.

Todo aquel que trabaja solo en una habitación acaba algo grillado. Raro es el trabajador solitario que no acaba hablando con Manolo o ahorcándole del flexo. Esos comportamientos patológicos se han acrecentado desde que el hombre vive a un ordenador pegado; desde que ese hombre o mujer viven, compran tomates, discuten, escupen bilis, entablan amistades, follan o calumnian a través del teclado. El otro día anunciaron el cierre de un pequeño video-club que hay cerca de mi casa. Esa noticia que no cambia el mundo aparecía en la sección local de The New York Times, en uno de esos maravillosos reportajes que cuentan la ciudad. En la tienda se reunían los cinco amantes del cine de Fellini del barrio o abuelas que acudían a pedirle recomendaciones muy concretas al tendero. Igual que nuestras madres le pedían al pescadero un pescado para hacer en blanco para un enfermo, allí se pedían películas para el dolor de corazón. Se cierra. Entre Internet y el magnífico servicio de correos que tiene este país, tus deseos son órdenes. Pero el que tiende tendencia a volverse loquito, el que ya de por sí eligió tener un trabajo consistente en pasar el día, como los niños egoistones, encerrado con sus juguetes, tiene que airearse o puede acabar con la mente tan atrofiada como el cuerpo. Hace tiempo que barruntaba este peligro, pero el neurobiólogo Steven Johnson lo confirma en su libro Mind wide open: el cerebro no segrega oxitocina ante el ordenador. Oxitocina, la sustancia maravillosa que segregamos ante la persona amada, la sustancia que las mujeres segregan a chorros cuando dar de mamar al hijo. Ahora, de acuerdo a los consejos del profesor Johnson, me tiro a la calle todas las tardes a oxitocinarme. Eso sí, llevo a Manolo en el bolso. El otro día en el metro se me sienta al lado una de esas maniáticas neoyorquinas y me dice: "Me está molestando con el periódico". Lo cerré y murmuré: "Manolo, escucha bien lo que te digo, la gente aquí está como una puta cabra".

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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