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Columna
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El sida de mi amigo

"La vida es bella, incluso cuando es fea". Lo escribió Oriana Fallaci, aferrada a la vida con el tenue lazo de su voluntad, finalmente quebrada por el cáncer. Recuerdo que también le leí algo parecido a François Mitterrand, cuando el aliento de la Parca le soplaba sus últimos días. Personalmente me llevo tan mal con la muerte, que ni la reflexiono, ni la pienso, ni la quiero entender, enganchada a la vida como la droga dura que es, amante promiscua de los días y los tiempos que tengo el lujo de vivir. Por eso, porque soy de un vitalismo militante y apasionado, siempre desfallezco ante el dolor ajeno, como si la enfermedad fuera una extraña derrota, una insólita prueba. Soy fatal para estar enferma, pero sobre todo soy fatal para tener enfermos, mi gente amada en las camas de la fiebre y el medicamento, los médicos que danzan alrededor, insolentemente poderosos, improvisados reyes de nuestras vidas desconcertadas. Cuando ellos, los míos, están enfermos, la derrota que siento tiene que ver con una honda frustración, con una rabia extraña, con la impotencia. Y entonces sólo sirvo para sufrir.

Hace 25 años los homosexuales morían y nadie sabía qué enfermedad los mataba, como si la cólera de Dios finalmente estuviera en manos de los integristas de la moral
El sida es un amigo caído, cuidado hasta el último día, abruptamente arrancado. Mi dolor, el dolor de millones. Mi amigo, el amigo de millones. Su muerte, la muerte de millones.

Supe de él hace muchos años. Eran los tiempos en que el sida empezaba a ser esa plaga de Egipto de la modernidad, con su arcángel negro marcando las casas de los amigos homosexuales, cayendo por las esquinas sin saber cuál era su culpa. Poco a poco ese grupo humano alegre y desinhibido que había sido estigmatizado y perseguido durante siglos, que había vivido su amor distinto en la clandestinidad, y que finalmente había vencido en derechos y en transparencia, volvía al estigma, volvía al escondite, volvía al miedo. Morían los gays y nadie sabía qué enfermedad los mataba, como si la cólera de Dios finalmente estuviera en manos de los integristas de la moral. Como si existiera un Dios negro. Él, como tantos, enfermó. En los meses que duró su agonía, empezamos a saber algo más del sida. Corrían los días de los rumores desenfrenados, como si fuera la peste negra medieval, y la contaminaran los gays al resto de mortales. Los judíos envenenaban las aguas. Los homosexuales, con su promiscuidad, envenenaban el sexo. Y así, durante unos tiempos que sería mejor no recordar, muchos ciudadanos de bien volvieron a mirar con recelo a esos hombres que habían empezado a entender. Cuando el sida traspasó las fronteras del gueto y aterrizó en las camas heterosexuales, el mundo descubrió que el problema era de todos, y empezó a combatir esa implacable enfermedad. Hoy, que sabemos que el sida ya ha matado a 25 millones de personas en el mundo, y que sólo en África ha llevado a la muerte a más personas que en 10 años de guerras. El sida conforma una seria preocupación compartida. Aunque, como bien sabemos, es una preocupación blanca y rica, para blancos y ricos, cuyos remedios no llegan a los negros pobres que ni pueden pagarlos, ni tienen quien lo haga por ellos. La agonía de África es una vergüenza punzante, hiriente, trágica. ¿Cómo era la cita bíblica? "Para que triunfe el diablo, sólo hace falta que los ángeles no hagan nada". Y el diablo del sida cabalga impune por las estepas africanas.

Mi amigo se iba muriendo. Durante meses languideció en una cama de hospital, con el cuerpo destruido, casi un soplo del bello hombre que fue. Tenía llagas en el cuerpo, respiraba con dificultad, apenas pesaba nada y cuando sonreía, sus labios sólo conseguían una mueca. Sin embargo, nunca perdió el amor a la vida. Y cuando lo contemplaba, rodeado de su pareja y de sus amigos, acompañado a diario, abandonado por su familia biológica -que nunca soportó su opción sexual, ni su vida, ni su voluntad-, pero arropado por la otra familia, la que lo escogió, cuando contemplaba el espectáculo del amor, en toda su dimensión, mi ternura era extrema. ¿Se podía amar así, con esa generosidad desprendida, casi inconsciente? Se amaba así en un rincón de un hospital, donde un joven de 26 años se iba muriendo, atacado por una enfermedad nueva que había encontrado cobijo en su juventud y en su fuerza. Se amaba así, día a día, durante los meses de la agonía, hasta el día de la muerte. Y si el sida se convertía en una malvada plaga, algunos descubrimos el extraordinario coraje del amor que habitaba entre sus víctimas. Lo diré casi con sonrojo: aprendí de ese dolor. Crecí. Quizá me transformé.

Mi amigo murió pronto. Las últimas semanas volaron como si viajaran a lomos de los caballos del Apocalipsis, sin piedad. Él se fue apagando y un día no despertó. Todos sabían que no sobreviviría, porque nadie lo hacía al principio de la pandemia, pero ninguno de ellos mostró gesto alguno de desaliento. La pareja lo acariciaba, lo mimaba, marujeaba con él, le explicaba chistes. Y, cuando nos daba el parte cotidiano, siempre nos decía: "hemos ganado otro día". Hasta que perdió la batalla. Sí. Lloramos. Lloramos lo que no habíamos llorado durante meses, y en el entierro, cuando miré a mis amigos gays abrazados y hundidos, los mismos que tantas veces me habían inundado el alma de fiesta, entendí que el sida los había unido. En la rabia. En la lucha. En la fuerza. Después vendrían las mantitas con los nombres de los caídos, las campañas, las películas, la concienciación. Pero en una temprana cama de hospital, ante un chico que moría empezando a vivir, algunos sentimos todo ese coraje mucho antes, nada más empezar la pandemia.

Podría haber escrito un artículo como tantos, con datos y reflexiones. Sin embargo, el sida no es para mí una noticia. Ni tan sólo es un motivo de debate. Y, aunque es un motivo de rabia, no sólo es rabia. El sida es un amigo caído, cuidado hasta el último día, amado más allá de la muerte, abruptamente arrancado. Mi dolor, el dolor de millones. Mi amigo, el amigo de millones. Su muerte, la muerte de millones.

www.pilarrahola.com

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