La huella del poeta
Cuando el presidente de la Generalitat, José Montilla, citó a Salvador Espriu, muchos aficionados a la poesía volvimos a descubrir una de las funciones de los poetas: maquillar y barnizar discursos. Lo cierto es que el discurso me hizo perder una apuesta: había apostado que Montilla citaría a Martí i Pol y, como en casi todos mis pronósticos, me equivoqué. Como penitencia, al caer la noche de ese histórico martes, me fui a pasear por los Jardines Salvador Espriu, la tierra de todos y de nadie que separa la Diagonal de Barcelona de la calle Gran de Gràcia. Espriu pasó media vida aquí, en un enorme piso de alquiler que compartía con su hermano. Al piso se llegaba subiendo un monumental ascensor con puerta metálica, contrapuertas chirriantes y espejos delatores. Durante años, cuando la necesidad de consuelo patriótico o estímulo intelectual apretaba, el piso se convirtió en destino de procesiones de jóvenes y no tan jóvenes.
La primera impresión que causaba el poeta al visitante era de fragilidad física y solidez moral, un contraste lo bastante metafórico para alimentar, en detrimento de los valores literarios de su obra, su aureola legendaria. La fragilidad no era fingida y las cajas de medicamentos de las que vivió rodeado certificaban una mala salud que le permitió vivir en un estado de semiconvalecencia permanente, ocupado en trabajos físicamente reposados como la notaría o la compañía de seguros. De su carácter, el mismo Espriu destacaba la cautela y una ironía que incluía el flagelo sarcástico, como cuando constataba que Pla tenía razón cuando afirmó que había hecho un esfuerzo inconmensurable para que nadie le leyera. Si le hubieran dicho que casi todos los cargos importantes de este país acabarían citándolo, no sé qué habría pensado, ni como habría reaccionado escuchando a Montilla recitar algunos versos de La pell de brau.
No era un libro cualquiera. Tuvo que publicarse en el exilio en una época en la que salvar las palabras resultaba más excitante que maltratarlas como se hace hoy. La edición de Ruedo Ibérico figuraba en las estanterías de algunos de los que el martes, con un orgullo con efectos retroactivos, aplaudieron a los presidentes saliente y entrante y, de paso, la cita espriuana. Pero estábamos en los jardines, llamados así porque sobrevive algo de césped y una fuente que, de noche, se ilumina. Todo lo demás es calzada para vehículos que rugen hacia el oeste y aceras lo bastante espaciosas para que sean impunemente invadidas por decenas de motocicletas aparcadas. Hay, eso sí, una placa que bautiza la zona y que recuerda el lugar y el año de nacimiento (1913) y muerte (1986) de uno de los poetas más institucionalmente citados del país (¿para cuándo un presidente que cite a Enric Casassas?).
Puestos a analizar, resulta inquietante la acumulación de simbologías patriótico-literarias de la zona: a) los jardines homenajean a Espriu, b) hay una placa de mármol ilustrada con unas letras en las que se lee Barcelona a Pompeu Fabra y c) hay un centro escultórico obra de un Maragall que incluye una cita de otro Maragall, poeta y abuelo del presidente saliente. Es un fenómeno muy local: el despilfarro simbólico, generalmente diseñado para disimular siglos de negligencia y abandono cultural ("La inflor buida dels mots", leyó el presidente Montilla. Y en eso estamos). Por lo demás, la zona también acumula gastronomía étnicamente correcta (un bar sushi, el de Casa Fernández, y otro restaurante de sushis y sashimis, el Parco). Que una de las películas que se proyecta en el Casablanca Kaplan se titule La silla y hable de una obsesión por un asiento no debe interpretarse como una crítica política, sino como una casualidad. Y que allí mismo cohabiten dos de los símbolos de la solidez alemana (después del Colegio Alemán) como el Deutsche Bank y el consulado germano, también es cosa del azar. Hay telebancos, una tienda de artículos religiosos, una farmacia, una joyería, una residencia universitaria, un restaurante italiano con una puerta que en lugar de invitar a entrar invitar a salir, contenedores, el neón decreciente que solemniza la presencia de la sauna New Balis, la puerta metálica del mítico club Martins (cuyo cuarto oscuro es un buen ejemplo de coalición), una focaccería, una tienda de butacas y sofás y una librería, la Roquer, con uno de los escaparates más variados, plurales y estimulantes del gremio (con un barrido visual puedes viajar de las novedades más literarias a una antología de Juan Ramón Jimenez o un libro que lleva el prometedor título de Las mujeres que leen son peligrosas), y unos bancos que, a mediados de los ochenta, escandalizaron por ser un centro público de tráfico de estupefacientes. Y, si se cansan, siempre pueden refugiarse en los sofás sinuosos del espectacular hotel Casa Fuster y, en su sombrío salón, esperar a que un camarero les atienda. En la hostelería, como en la política, todo es cuestión de paciencia.
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