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Llamadlo codicia

Rafael Argullol

Desde que la palabra capitalismo desapareció de la escena porque se impuso para todos la idea de que únicamente podía haber capitalismo -y de que, por tanto, la palabra sobraba-, se ha hecho difícil describir el afán más o menos desmesurado de riqueza que se da en nuestra época. La catástrofe en el siglo XX de las utopías sociales formuladas en el siglo anterior no sólo significó la destrucción de millones de personas, sino que aparentemente dejó a la humanidad sin argumentos para enfrentarse al capitalismo, una organización nada angélica del mundo pero, según los indicios, la única que encajaba con la condición humana, cuando menos en la época moderna.

No sé si esta posición es cierta o no. Algunos días, más optimistas, creo que no y otros, más pesimistas, que sí. A diferencia de lo que ocurría hasta hace algunas décadas, ahora existe un consenso muy extendido sobre el carácter imbatible del modelo capitalista, a menudo confundido con lo que reverencialmente llamamos la realidad. En suma: lo más llamativo de la victoria de este modelo es que el capitalismo se ha vuelto literalmente innombrable.

Antes, hasta no hace mucho, se le nombraba, y no eran pocos, en los medios de comunicación, en las universidades y, por supuesto, en los paisajes ideológicos de la política, los que hablaban de sistema capitalista, beneficios capitalistas o explotación capitalista. Ahora no, ahora no se le nombra. Sus apariciones en la prensa o en las aulas son escasas y en las últimas confrontaciones electorales los candidatos de la izquierda, y ni siquiera los pocos comunistas que quedan, no se atreven a nombrar al Innombrable.

No es que yo sea nominalista, y dé una importancia mágica a los nombres, pero en este caso el victorioso autocamuflaje del capitalismo, y su transfiguración en el Innombrable, ha tenido consecuencias avasalladoras en la vida social. Desde hace años hemos perdido la capacidad de bautizar unitariamente ciertas conductas perdiendo, por consiguiente, la posibilidad de una visión de conjunto sobre lo que sucede a nuestro alrededor. Los especialistas hablan, de tanto en tanto, de los asuntos de su especialidad, pero, como por definición no se nombra al Innombrable, toda la información por abundante y exacta que sea acaba extraviada en un laberinto sin sentido y sin salida.

Tenemos un maravilloso ejemplo de las virtudes evanescentes del laberinto cuando los medios de comunicación y algunos políticos revelan súbitamente los denominados asuntos de corrupción. Es de agradecer que por fin se hagan públicos. Sin embargo, para que el ciudadano pudiera asomar la nariz fuera del laberinto, harían falta las revoluciones que no se producen y que siempre están vinculadas a dos preguntas: ¿de dónde proceden aquellos asuntos?, ¿adónde conducen?

Doy por seguro que estas revelaciones no van a producirse porque para que así fuera debería nombrase de nuevo al Innombrable.

En cambio, como es fácil comprobar estos días, sí podemos citar con cierta generosidad la palabra corrupción. Y aquí empieza la trampa. De entrada el término corrupción tiene más connotaciones morales que estructurales. Por otro lado, no alude tanto al poder como a su compra por parte de elementos extraños a él. Es, en definitiva, una acción pasajera que pervierte el buen funcionamiento de las instituciones pero no se confunde con ellas. Desde el punto de vista de las palabras la corrupción es soportable porque, por grande que sea, es un acto acotado.

¿Lo es? No es difícil seguir determinadas pistas. Ahora, con unos diez años de retraso como mínimo, y en parte gracias a la alarma en la Comunidad Europea, algunos grandes corruptos han ocupado las portadas de los medios de comunicación. Son personajes sobresalientes de la rapiña que parecen salidos de sainetes más bien macabros. Les ahorro los nombres porque ustedes ya los conocen. Uno es el "hombre más popular de España"; otro es el que más ha robado en el menor tiempo posible; otro es el que más recalificaciones de suelo ha conseguido. Y así. Llamémosles los grandes corruptos, casi extravagantes en su frenesí por el botín.

No obstante, todos sabemos que para que haya corruptos tienen que actuar sus compañeros inseparables, los corruptores. ¿Quién compra a los alcaldes y concejales para los grandes golpes de especulación inmobiliaria? ¿Quién compra a éste o aquel político para obtener la información privilegiada? ¿Quién compra a tal o cual funcionario que facilita una vertiginosa apuesta en la Bolsa? Es difícil de creer que en los diez o quince últimos años la intimidad entre corruptos y corruptores haya encendido la luz roja que atrajera la mirada de jueces y periodistas. Pocos parecen haberla visto. Y era sencillo. Bastaba, por ejemplo, con coger el Euromed o dar un vistazo desde el coche en la Autopista del Mediterráneo para comprobar cómo crecía la muralla de cemento que cerraba el mar.

Los círculos concéntricos alrededor de Madrid tampoco eran invisibles. ¿Quiénes son estos corruptores que permanecen casi ocultos? Desde luego pueden ser lo que llamamos mafiosos. Este mismo periódico informaba de que actuaban en España entre 500 y 1.000 grupos mafiosos perfectamente organizados. Con 500 es suficiente para tener el engranaje de la corrupción óptimamente engrasado. Es evidente que la policía y los jueces, si actuaran con diligencia, identificarían a muchos compradores de información y favores. Por una parte, las mafias extranjeras que se abren camino a tiros; por otra, las locales, aparentemente sin tiros pero con el aliento afilado y depredador del nuevo rico que a la postre resulta tan mortal como un disparo. A estos corruptores llamémosles mafiosos. Fíjense, sin embargo, que si seguimos la pista falta todavía el círculo más poderoso: el formado por los corruptores de los corruptores. Sabemos que existe pero nadie nos habla de él. O quizá sí se habla de él pero críptica y elogiosamente. Es un problema de escala. A menor escala se es corrupto; a escala intermedia se es corruptor; a gran escala, cuando se llega a ser un corruptor, se alcanza el grado de condottiere, un señor, sino de la guerra, sí de las finanzas, alguien que ya está situado por encima de toda sospecha y que puede adquirir, si lo desea, acciones de partidos políticos, clubes deportivos y medios de comunicación indistintamente. A los condottiere, hombres respetables, no se les cita en las páginas de sucesos sino en las de economía o sociedad, y siempre vinculados al bienestar del país. ¿Han reparado hasta qué punto los enigmáticos beneficios que se producen en la Bolsa y las nada enigmáticas ganancias de los bancos, magnitudes cada año más obscenas, se nos presentan como los índices más indiscutibles de nuestra salud colectiva? Llegados a este paraje no tenemos respuesta. Para tenerla, y no andar siempre extraviados en el laberinto, deberíamos poder nombrar, de nuevo, al Innombrable. Pero ya sabemos que esto es un tabú de nuestra época. Claro que siempre podemos volver a palabras más clásicas. Si no lo queréis llamar explotación capitalista porque os tildarán de locos y trasnochados, llamadlo codicia.

Rafael Argullol es escritor.

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