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LA CRÓNICA

Jaime

Los ojos de terror de las personas en el servicio de urgencias del hospital. Los médicos pasan junto a ellas sin verlas. Las hay de todas las edades, sentadas o en camillas, muchas aún con la ropa con que salieron de casa, y los ojos, aunque hayan sido pequeños, ahora enormes, devorando toda la cara en una súplica muda. No dicen nada: esperan. El hospital ha envejecido muy deprisa: la pintura de las paredes oscura, el aluminio de las ventanas oxidado, patios tristes, gente con bata verde o blanca, ciega, y las personas ahí, indefensas, sólo ojos, sólo narices abiertas, sólo miedo y sufrimiento. Me acuerdo de haber ido hace tiempo a visitar a un amigo moribundo: fuera, en el pasillo, una pareja de enfermeros flirteaba y se reía y a mí me daban ganas de insultarlos. Estar enfermo cuando llueve es horrible, el agua de los cristales se escurre dentro de nosotros. Qué indignidad la muerte, qué absurdo. Viejos que apenas pueden hablar y se aferran a nuestras manos. Mujeres delgadísimas. Cuando yo era alumno de Neurología oí a una interna, a la que el profesor interrogaba delante de la clase, responder que vivía a costa de lágrimas y ayes. Desde ese momento esa frase sigue conmigo: vivo a merced de lágrimas y ayes. Y tanto dolor y tan cansada. Y la dignidad que mantenía. Me acuerdo de otro, un chico joven en estado terminal, si nos acercábamos sacaba un peine del bolsillo del pijama y se arreglaba el pelo. Ese resto de elegancia o vanidad me conmovía siempre. Y sonreía. O construía a duras penas, mejor dicho, lo que él creía una sonrisa y no llegaba a ser sonrisa

"Si le dijese esto no lo creería: ¿desde cuándo un campesino es mejor que un médico?"

(qué esfuerzo levantar las comisuras de los labios)

y me preguntaba

-¿Cómo está?

con una vocecita apagada, con las atenciones de quien recibe a un invitado. En la mesilla de noche unas manzanas que él no tocaba, una pobre virgen de plástico fosforescente sobre el tapete que debía representar su casa. Mantenía la sonrisa con la dificultad con que un levantador de pesas las soporta en el aire, temblando por el esfuerzo. Seguro que las soltaría en el suelo, extenuado, en cuanto yo le diese la espalda. Sus labios dos papelitos sin color, casi transparentes, logrando un

-Hasta pronto

penoso. Verlo clama a Dios. En mi cabeza una sola palabra a la que nadie respondía, que nadie ha respondido hasta hoy:

-¿Por qué?

Me apetecía darle una caricia que no habría servido de nada, pero nunca fui capaz. Un manojito de huesos bajo la ropa, estrechos, inútiles, desparejados, que de vez en cuando se unían prolongando la sonrisa

-¿Cómo está?

En una ocasión, al salir, miré hacia atrás: había vuelto la cabeza en dirección a la pared y lloraba. O sea una sola lágrima a lo largo de una arruga, así como el agua que se derrama sigue las junturas de las tablas del suelo. Tampoco he olvidado su nombre: Jaime. Ni sus ojos desiguales existen hoy en día. La lágrima ha retrocedido. Puede ser que continúe la sonrisa. A veces lo siento como esas lamparillas de aceite de los oratorios de provincias, que alumbran la oscuridad y tiemblan siempre a punto de apagarse. Quién habrá heredado el peine que salía del bolsillo de su pijama, rojo vivo en un lugar donde todo era blanco y gris. La familia se llevó el tapete y la virgen de plástico fosforescente, tiraron las manzanas a la basura: no servían de nada, pero él

-¿Cómo está?

me ha servido. Si me encuentro cargado de nubes oscuras, si me apetece desistir o si me visita la angustia me pregunto

-¿Cómo estás?

y una sonrisa comienza a crecer sola dentro de mí. Labios casi transparentes que me hacen avergonzarme de mí mismo, de mi cobardía, de mi infidelidad al honor de estar aquí. Y me alzo sin lágrimas ni ayes, señor Jaime

(siempre lo llamé señor Jaime)

me alzo con vergüenza de mis lágrimas y de mis ayes y me da la sensación de que escribo por usted. Esta crónica es para usted, señor Jaime. No llego a pisarle los talones. No tengo su valentía ni su pudor. No valgo nada comparado con usted. Después de treinta años sigo respetándolo y sintiéndome agradecido por su lección de elegancia. Si le dijese esto no lo creería: ¿desde cuándo un campesino es mejor que un médico? Teníamos la misma edad, año más año menos. La diferencia es que usted era un hombre y yo un idiota con bata. No uso bata desde hace mucho tiempo, ¿sabe? Por favor, ayúdeme a estar a su altura. A su altura es difícil: casi a su altura. Me siento agradecido con mucha gente: no obstante, usted fue el primero que me ayudó a alzarme sobre las patas traseras. Voy a poner un peine igual al suyo en el bolsillo de mi pijama.

Traducción de Mario Merlino.

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