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Columna
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La escuela sin espuela

Yo odiaba la escuela, porque siempre me pareció un lugar aterradoramente violento. La aborrecí en el parvulario, en primaria, en secundaria y hasta en la Universidad. Sólo me congracié con ella -me olvidé, mejor dicho, de ella-, una vez que concluí mi servicio militar. Los dos pilares de la nación, de la conciencia nacional, la escuela y el servicio militar, están para mí inextricablemente unidos. Uno de ellos, el servicio militar obligatorio, ha desaparecido en gran parte de los países occidentales, y quizá tengamos que ver algún tipo de relación entre esa pérdida y la crisis de impotencia que afecta ahora mismo a la escuela en todos esos países. Es el único pilar que le queda a la nación, como saben muy bien los nacionalistas, pero es un pilar trunco a falta de aquel otro que le servía de culminación y en el que se quebraban o se arreglaban todos los desperfectos. En bastantes casos, el servicio militar constituía además la única escuela que se había pisado en la vida. Allí culminaba el proceso de construcción del hombre cabal -y tomen esta expresión en su sentido más irónico-, un hombre que debía ser además nacional, bien fuera francés, inglés o español. No es extraño que la guerra de Irak les esté mostrando a los norteamericanos el abismo abierto desde que desapareció la conscripción entre el interés y el compromiso de los ciudadanos y la gran tarea nacional, como tampoco lo es que a Ségolène Royal, la flamante candidata socialista a la presidencia francesa, se le haya ocurrido la idea de implantar un servicio social obligatorio para todos los jóvenes franceses. A la escuela, en efecto, le falta algo; le falta lo esencial.

La escuela siempre ha sido aterradoramente violenta, de ahí que no comprenda esos dulces cantos elegiacos que hoy se le dedican a la escuela de antaño. A los profesores, por lo general, se los odiaba, entre otras cosas porque uno siempre estaba expuesto a sus sarcasmos, burlas y humillaciones y, sobre todo, porque tenían la mano -o la vara- muy ligera. Pero las relaciones de dominio manifiesto no se limitaban a las que uno mantenía con sus profesores, sino que eran también esas -y no otras más idílicas, como las que canta el recuerdo-, las que se entablaban entre los compañeros, con la crueldad como plato favorito del día. De ahí, quizá, que cuando hoy se comenta la existencia de relaciones de acoso y de violencia entre escolares no haya nadie que no diga de inmediato que esas cosas siempre han existido. En efecto, siempre han existido, sólo que antes nunca se denunciaban. Al que le tocaba pagar lo pagaba, y quizá la vida le ofreciera la ocasión de vengarse. La efebía moderna estaba sometida a esas reglas y a esos riesgos. Y a esa institución -la efebía-, como a otras muchas, le ha llegado la hora de extinguirse.

Afortunadamente, hay cosas que empiezan a parecernos inadmisibles, cosas que antes no lo eran. Lo extraño es que para ponerles remedio invoquemos con nostalgia el pasado, justo el momento en el que esas cosas solían hallar amparo, cuando no formaban parte del programa. El castigo no corregía, forjaba; y conste que no estoy en contra del castigo. Cierto que nuestros escolares se acosan, incluso se agreden; cierto que son indisciplinados o que carecen de interés; cierto que pueden ser insolentes y que, al parecer, hasta llegan a agredir a sus profesores. Estos carecen -carecemos- de autoridad, o de los recursos que pueden hacerla efectiva. Todo esto es cierto, en mayor o menor grado, y quizá sea necesario recurrir a medidas disciplinarias o incluso penales para atajarlo, a falta de otros recursos. Pero no estoy seguro de que con ello vayamos a resolver los problemas de la escuela. Para lograr esto último tendríamos que ser capaces de responder a estas preguntas: para qué educamos, a quiénes educamos y cómo educamos. Ni los objetivos de la escuela actual son los de antaño, ni nuestros alumnos responden al perfil de los de antaño, ni nuestros métodos pueden ser los de antaño.

La violencia manifiesta la verdad del dominio, y pueda ser que en nuestra sociedad las relaciones de dominio se estén modificando. La sociedad patriarcal -de padre y de patria, tan necesitada de valores macho- tal vez se esté extinguiendo, y quizá sea esta circunstancia la que nos haga tan sensibles a abusos que antes nunca se denunciaban. Esa misma circunstancia quizá los esté también exacerbando. Sea como sea, lo cierto es que nuestro horizonte de valores se modifica, tan cierto como que el objetivo, el interés, las capacidades y las destrezas de nuestros alumnos se diversifican y adoptan otros rumbos. ¿Bastará con reinstaurar o reforzar -ya que nunca la ha perdido- la autoridad del profesor para que los problemas de la escuela hallen remedio? Seguiremos hablando de ello.

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