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Columna
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Clases de Historia

Vale que hay gente de izquierda que se quedó colgada en Mayo del 68, pero un importante sector de la derecha aún está en los visigodos. Acuérdense si no del arranque de inteligencia tridentina que tuvo el señor Aznar en el Instituto Hudson de Washington cuando salió con aquello de exigir responsabilidades al poder musulmán por la conquista de España en el año 711. Ahí se perdió una lumbrera como historiador. Lo malo es que no calculó bien los límites de la culpa retrospectiva, ya que puestos a pedir cuentas, habría que reclamárselas antes a todos los "invasores" de nuestra Historia: suevos, vándalos, alanos, visigodos y hasta algunos ostrogodos de frente estrecha y cejas muy pobladas que también ocuparon la península. Una labor ingente si se piensa que además habría que incluir en la lista a las legiones de César y antes a los cartagineses y a los griegos, a los fenicios y tartesios, así hasta remontarnos al hombre de neandertal que se estableció en Atapuerca y a quien también podríamos considerar un invasor, ya que llegó a la península procedente de África en las lejanas brumas del Paleolítico.

Luego nos extrañamos de que un estudiante escriba que Franco fue un general que durante el reinado de Felipe II logró imponer una dictadura, como ha ocurrido no hace mucho en un examen de selectividad, o que Largo Caballero murió asesinado por ETA.

Se sabe que los adolescentes tienen serios problemas para entender la cronología, porque les resulta difícil relacionar el tiempo histórico con el tiempo de la vida. Lo alarmante es que un señor que ha llegado a ser presidente del Gobierno tenga semejante percepción de la Historia.

Cuando yo estudiaba bachillerato en el instituto, tenía un profesor que en lugar de darnos clase, nos contaba historias. Durante su explicación no se movía una mosca, porque en vez de hacernos estudiar la lista de los reyes godos, nos hablaba del pequeño pueblo de Waterloo y de una llanura sembrada de cadáveres al sur de Bruselas, junto al bosque de Soignes; o nos describía con todo detalle las lonas embarradas de los camiones del 20º cuerpo del Ejército republicano abandonando Barcelona y la visión en fuga de los olivos de Alfanjarín con los troncos cosidos por la metralla como fantasmas en la niebla. Las cosas que él nos contaba, no estaban en los libros de texto sino en las novelas. Por eso, supongo, acabé dedicándome a la literatura.

He visto pasar por delante libros de Historia que en algún momento fueron referentes imprescindibles y que ahora se apolillan en las estanterías sustituidos por otros manuales que un día serán a su vez también reemplazados por otros que se ajusten más a los intereses del momento. Sin embargo algunas novelas seguirán manteniendo, a pesar de los años, su verdad herética.

Ese pulso entre realidad y ficción es el saco en el que unos vuelcan sus sueños y otros sus frustraciones. Habíamos superado ya la Inquisición, la pérdida de las colonias, el desastre de Anual y estábamos llegando a la duda metódica que fue el germen del pensamiento libre, cuando viene Aznar y empieza a dar vivas a Leovigildo. La Historia, ya lo ven, no es más que un ejercicio de ironía. A veces en sus versiones más lúcidas puede llegar a ser también una forma de escepticismo o de desdén.

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