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Columna
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Tiempo blando

Somos profesionales de la huida. Nos pasamos la vida huyendo del reloj o haciéndole ridículas carreras. Josep Pla tituló uno de sus libros La huida del tiempo, y se diría, en efecto, que el tiempo se sucede en una huida sin interrupción, pero, por otro lado (por el nuestro) las personas no hacemos otra cosa que escaparnos del tiempo, adelantarnos a él o retrasarlo a nuestra conveniencia, Además, por supuesto, de intentar detenerlo.

De pronto, a mediados del mes de noviembre, nos encontramos en plena Navidad. Todo se ha adelantado: las luces, las figuras, los turrones, las cintas de colores y, en resumen, eso que damos en llamar "el ambiente". Da lo mismo que el cambio climático nos regale días claros y cálidos que en nada nos sugieren la visita de los tres Reyes Magos o el paso del trineo de Papa Noel tirado por sus renos. No hace falta que nieve, es decir, no hace falta que el tiempo acompañe porque, sencillamente, somos capaces de adelantarnos a él. Nosotros nos ocupamos del ambiente.

El ambiente se crea en los escaparates de los almacenes, en los anuncios de la televisión, en las calles adornadas con luces que muy pronto (cada vez más pronto) se encenderán en forma de campanas, hojas de acebo o velas imposibles. El ambiente nos ata y nos envuelve en forma de regalo, quizás envenenado. Sobrevivir a dos meses (o más) de ambiente navideño puede ser una prueba que no todos superen, ni en el orden meramente económico ni el psicológico. Nuestra salud mental se puede resentir por este exceso de exposición a los rayos del sol navideño. Es el comercio, el honrado comercio, el responsable de estos adelantos cada vez más intempestivos.

La primavera llega a los escaparates en pleno invierno, el invierno en verano y el verano a finales de abril. Hace mucho que los viejos dioses no tienen mando en plaza. Nuestra vida ya no está gobernada por las estaciones: el sol y las mareas ya no mandan, el comercio es el rey y señor y ha descubierto que el tiempo es maleable. Para que verdaderamente sea de oro como asegura el dicho, el tiempo deberá ser comprimido, expandido, procesado, amoldado. Uno comprende ahora lo adelantado que resultó a su tiempo el delirante y cuco Salvador Dalí cuando pintó sus relojes blandos. Es en esos relojes dalinianos en los que corre o se retrae el tiempo de estas prenavidades en noviembre. Es en esos relojes de plastilina o plástico y en sus esferas deformadas en donde medimos nuestro presente, cada vez más virtual y menos sólido.

Los relojes barojianos ("todas hieren, la última mata") han perdido vigencia. Los relojes barojianos, situados en torres de piedra de iglesias remotas, son demasiado rígidos e inalcanzables. No nos permiten retrasar, adelantar o detener las horas. En la edad de oro de la cirugía estética, cuyo objetivo es detener el tiempo, cuando no hacerlo reversible sobre la propia piel, los relojes se han vuelto definitivamente blandos. Las empresas dedicadas a quitarnos veinte años de encima a golpe de bisturí ya cotizan en Bolsa. Las parejas que eligen como regalo de aniversario una operación que estira sus arrugas, aplana sus vientres, lima su celulitis o despeja sus ojos son cada vez menos una rareza. Quizás en el futuro solamente los pobres exhiban sus arrugas. Lo de que todas hieren será entonces una simple figura retórica. Hasta la víspera de nuestra propia muerte las horas se afanarán en restaurarnos y rejuvenecernos. Al final, eso, sí, compondremos un juvenil cadáver nonagenario. Es lo que tienen los relojes blandos.

El poeta sevillano Fernando Villalón, que se arruinó intentando crear una casta de toros de ojos verdes, creyó que le sobraba todo el tiempo del mundo, pero murió en un hospital, lejos del sol redondo de su pueblo, sin saber que sería el escritor más raro de la generación famosa del 27. Villalón conocía los relojes dalinianos, y también a Dalí. Pero no le gustaban o, mejor dicho, no le gustaba el tiempo que contaban. Él usaba un reloj con leontina, un reloj de otro tiempo que ya no era el suyo. Pidió que le enterraran con él puesto. Y así se hizo. Uno de sus amigos, antes de que cerrasen el ataúd, tuvo la previsión de darle cuerda. Un reloj, el del poeta Fernando Villalón, lleno de tiempo muerto, pero no tiempo blando.

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