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Columna
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El cambio

Manuel Rivas

Llegará un día, no muy lejano, en que la información del tiempo ocupará las primeras páginas de los periódicos y precederá a cualquier otra noticia, incluidas las vicisitudes de Kim Jong-il en Marbella o de Isabel Pantoja en Corea. Lástima no haberme especializado en Meteorología. Pero yo lo que quería era huir del tiempo. Como todos. Escapar del frío, sobre todo del frío. No de la nieve. La nieve nos gustaba, pero el frío no.

No había calefacción en casi ninguna parte. Ni en casa, ni en la escuela, ni en la iglesia. Tampoco en el cine. Pero en el cinematógrafo era distinto. La pantalla hacía de brasero. Si lo que existe no es la temperatura, sino la sensación climática, el cine era un cálido pabellón botánico donde éramos felices como adormideras verdes. La iglesia sí que era fría. La humedad fanática de las losas de piedra trepaba por el cuerpo y cuando implorábamos "¡Perdona a tu pueblo, Señor! / ¡No estés eternamente enojado!", sonaba a una angustiosa instancia a la Superioridad en la que sólo faltaba un tercer versículo: "¡Y caliéntanos los pies!".

El frío nos perseguía. Era un frío insidioso. En la escuela se infiltraba en la caligrafía, aunque su habitáculo preferido eran los números. Lo veíamos allí, en la escarcha de las cifras de la pizarra. ¡Cómo le gustaban al frío los decimales, los quebrados y los números negativos! Era un frío que entraba por los ojos. Hay una expresión coloquial en la que late el deseo: "¡Se me van los ojos!". Pues con el frío ocurría al revés: venía por los ojos, se deslizaba con su piel de limaco, y tomaba posesión hasta el finisterre de los dedos al modo eficaz en que don Bartolo, el maestro, nos describía el despliegue de las legiones romanas.

Parte de los cristales de aquella primera escuela estaban siempre rotos. Los solíamos romper jugando al fútbol los domingos, pero siempre llevaban la culpa los pandilleros de otro barrio. Vistos desde dentro del aula, los cristales rotos se volvían contra nosotros. La imagen lorquiana del cielo hecho añicos. Y así lo tenemos. En añicos. La diferencia entre lo que sucede hoy en el planeta y aquel tiempo de la infancia es que ahora es el frío el que tiembla asustado.

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