La trilogía negra de Peter Brook
En los últimos años Peter Brook se ha convertido en un funámbulo que camina por un alambre invisible, descartando, con un leve aleteo de manos, todo lo que no sea esa línea clara, esencial. Su juego recuerda la rayuela que dibujó Cortázar o cualquier otro niño: basta un trozo de tiza y ganas de jugar para saltar de la tierra al cielo o viceversa. "Al principio", cuenta Brook, "lo planificaba todo, hasta el menor detalle. Ahora lo que busco es crear un cierto clima de trabajo basado en el placer de la búsqueda. Un ensayo es una prueba. Probamos. Al día siguiente nos decimos: eso estaba bien para ayer, hoy vamos a buscar en otra dirección. Poco a poco, el juego se decanta. Y lo que no nos sirve queda atrás".
A propósito de Sizwe Banzi est mort, de la compañía de Peter Brook, en el Festival de Otoño de Madrid
En 1972, la búsqueda de esa línea clara le llevó a África, que recorrió con sus carpet shows, explorando las formas tradicionales del cuento. Paradójicamente, bajo la bota del apartheid redescubrió "la infancia del arte, el paraíso del teatro en las primeras horas del génesis: todo era signo de vida, todo era libertad, en los ojos, en el corazón". En Hilos del tiempo, su autobiografía, recuerda una primera fulguración, a los 17 años, en el metro de Londres: "Delante de mí había una pareja de negros riendo a carcajadas y todo su cuerpo reía. ¡Hasta sus pies reían! Los africanos actúan con todo el cuerpo y no sólo con el rostro, como a menudo sucede con los actores occidentales. En África no necesitan dos horas de preparación para mostrar su experiencia, porque la vida cotidiana nunca se separa de la naturaleza, de las tradiciones, de los rituales, de las realidades básicas". Hará cinco años, Brook presentó en Temporada Alta, en el teatro de Salt, la primera entrega de lo que podríamos llamar su "trilogía negra", Le costume, un relato escrito por Can Temba, el "cantor de Sophiatown" a finales de los cincuenta. Una presunta viñeta costumbrista que comenzaba como un pícaro cuento de cuernos y acababa en obsesión fatal, casi una relectura comprimida de A Woman Killed with Kindness, la tragedia isabelina de Heywood. Dos temporadas después llegó Tierno Bokar, la "caída hacia lo alto" de un místico sufí, interpretado por el gran Sotigui Kouyaté: un relato que podía haber escrito Conrad, una valiente reivindicación de la espiritualidad islámica y posiblemente la pieza mayor y más compleja de la trilogía. El Festival de Otoño y Temporada Alta han acogido la tercera entrega, Sizwe Banzi est mort. Un texto escrito hace treinta años por un autor blanco, Athol Fugard, y dos autores negros, John Kani y Winston Ntshona; representado clandestinamente, en los días más duros del apartheid, por The Serpent Players, la compañía de Fugard, que actuaba en las townships de Suráfrica: teatro inmediato, teatro "de intervención", teatro pobre, paupérrimo, nacido de historias contadas en voz baja por los habitantes del ghetto. Adaptado al francés por Marie-Hélène Estienne, la "dramaturga de cabecera" de Brook, Sizwe Banzi est mort se estrenó en el pasado Festival de Avignon, en un barrio popular, repleto de emigrantes. Es otro espectáculo breve, que no llega a la hora y media, y su escenografía vuelve a ser mínima: cuatro cartones y dos percheros con ruedas que se transformarán en puertas, autobuses, despachos. Lo importante, como siempre, es la prodigiosa mímica, naturalista o arlequinada, de sus actores. Reencontramos aquí a Habib Dembélé, de Malí, el narrador de Tierno Bokar, y a Picho Womba Konga, un rey del hip-hop congoleño afincado en Bélgica. Dembélé es un griot, un cuentacuentos nato. Entra y ocupa el escenario con la arrolladora fuerza verbal de Eddie Murphy en sus mejores días, aunque su personaje, Styles, un esclavo contemporáneo en la cadena de montaje de la Ford, preparándose para la visita del Gran Jefe Blanco, está más cerca del Chaplin de Tiempos modernos. La primera parte de Sizwe Banzi es el monólogo de Dembélé, lo que aquí se llamaba un bululú: una máquina feliz que interpreta todo lo que pasa por su cabeza, acciones, ruidos, perfiles, narración pura y tentacular, con precisión vivaz y eléctrica.
Styles logra su sueño de abandonar la fábrica y convertirse en fotógrafo. En su pequeña tienda entra un oso campesino que quiere ser inmortalizado con su flamante uniforme (traje blanco, pipa, sombrero nuevo) de oso de ciudad. Se llama Sizwe Banzi pero pocas horas antes todavía se llamaba Robert Zwenlinzima: el flashback que narra su sorprendente transformación ocupa el resto del espectáculo. Un tampón en su tarjeta de identidad le obliga a volver a su pueblo y, sin posibilidad de trabajo, vaga por la noche del ghetto en compañía de su amigo Buntu, al que también interpreta Dembélé. El hallazgo de un cadáver en un callejón propicia la gran idea: intercambiar las tarjetas. Es decir, convertirse, para siempre, en Sizwe Banzi. El pobre Robert, al que Picho Womba Konga encarna como un coloso doliente y desconcertado, clama: "¿He de renunciar a mi nombre, a mis orígenes, al honor de mis padres y al apellido de mis hijos a cambio de un papel?". La respuesta, evidentemente, es sí. Tras esa larga noche sin rumbo, el relato se cerrará con su imagen de apertura: Robert, convertido para siempre en Sizwe, muestra ante la cámara la sonrisa desencajada de su definitiva máscara. Es una historia africana de los años setenta, inmediatamente asimilada a la ordalía de cualquier emigrante sin papeles de hoy mismo, aunque su peripecia es tristemente eterna: podría ser un relato de Azcona en la España de los cuarenta, o una pieza breve de Eduardo de Filippo ambientada en el Nápoles de posguerra. Sizwe Banzi est mort ha sido acogida con un entusiasmo, a mi juicio, un tanto excesivo. Está dirigida magistralmente, faltaría más, y sus interpretaciones son una pura fiesta, pero en ese "fugitivo destello de vida" se echa de menos la densidad y el eco de las entregas anteriores: predomina una cierta sensación de sketch alargado, de aperitivo que te deja con hambre de tajadas más enjundiosas, que Brook puede y debe servir.
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