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Columna
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Los otros

Con mucha frecuencia nos equivocamos al calcular el comportamiento de los otros. Aplicamos nuestros criterios a una realidad ajena, sobre la que opinamos sin conocerla por dentro, y luego nos extraña la falta de sensatez en el resultado de los acontecimientos. Suele ocurrir así con las campañas electorales del País Vasco y de Cataluña, cuando las vivimos desde Madrid o Andalucía, aplicando nuestros criterios a unos ciudadanos que tienen los suyos y que actúan, como es lógico, según su información y su voluntad. Era fácil, por ejemplo, profetizar el hundimiento del nacionalismo vasco, a causa de todas la razones que una y otra vez hemos repetido en las cafeterías de la Puerta del Sol o en las mesas de camilla de Granada. Pero llegado el momento de votar en el País Vasco, el resultado depende de otras razones, de otras cafeterías y de otras mesas de camilla. Los demás nos parecen muy raros cuando actúan según su propio criterio. Después de la lata que ha dado Carod-Rovira, después de sus errores y sus inconveniencias, se podía vaticinar el hundimiento de ERC. Pero los catalanes han votado y han mantenido su apoyo a una opción que a nosotros nos parece disparatada. Los catalanes, claro está, tienen sus propios criterios, y falseamos la realidad cuando definimos los intereses de Cataluña desde nuestra perspectiva. Articular el Estado no significa imponer criterios ajenos a territorios concretos, sino hacer posible que cada territorio se integre en el Estado común de acuerdo con su propia singularidad. Las instituciones democráticas funcionan cuando el Parlamento andaluz elabora con libertad su Estatuto, y el Parlamento español lo acomoda a las necesidades generales del Estado. Mala cosa sería que el Parlamento español elaborase el Estatuto andaluz, y que el Parlamento andaluz se encargara de articularlo dentro del Estado. Pues algo parecido está ocurriendo con la interpretación de las elecciones catalanas y con el deseo de que los políticos del tripartito en el Gobierno, después de haber ganado estas elecciones, cedan la presidencia a CiU.

Ningún ciudadano progresista de Cataluña puede admitir que los errores evidentes del tripartito hayan sido más dañinos para la democracia que los muchos años de catalanismo rural, costumbrista y sectario de CiU. Se quiere imponer desde Madrid, como solución sensata y democrática, que los socialistas cedan el Gobierno de la Generalitat a CiU. Un Gobierno de unidad entre CiU y PSC puede gustar en Madrid o en Sevilla, pero supondría el sacrificio de la izquierda española y de la identidad política catalana. Para justificar este sacrificio se analizan de manera sesgada los resultados electorales. Se dice que la altísima abstención es fruto del cansancio de los ciudadanos ante una crisis política. Pero ni han sido las elecciones catalanas con más abstención, ni el resto de las democracias occidentales pueden alardear de una participación más alta. Se critica el multipartidismo catalán, como si la variedad de opciones, donde cada votante define sus matices, no supusiese una riqueza democrática frente a un bipartidismo homologador. Se habla del triunfo rotundo de CiU, que ha perdido 100.000 votos y ha ganado sólo dos escaños, después de una campaña prepotente y de muy mal gusto, con desprecios al origen andaluz del candidato socialista. Se avisa de los peligros desestabilizadores de ERC, como si las elecciones no hubiesen demostrado que este partido cuenta con un apoyo estable y muy serio dentro de la vida política catalana. El PSC ha perdido cinco escaños, pero ICV ha ganado tres. Montilla no tiene mucho carisma electoral, pero es un buen gestor y un político de partido, capaz de suavizar el vértigo nacionalista que se está apoderando del socialismo catalán. Sería un error sacrificarlo, ahora que puede desempeñar la tarea para la que sí está capacitado. No debemos confundir la sensatez con los intereses de las élites económicas nacionales. Es muy sensato que presida la Generalitat un socialista de origen andaluz.

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