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Columna
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La nuclearización de Asia

Las grandes catástrofes no llegan sin que antes no hayamos recibido multitud de avisos. En los años que precedieron a la I Guerra Mundial ya se hablaba claro del alto riesgo de guerra y en vísperas de la II Guerra Mundial contar con su estallido era un dato que manejaba todo el mundo, sobre el que el Gobierno de Negrín incluso levantó el afán de resistencia. La única incógnita era el cuándo y el pretexto que desencadenase las hostilidades.

También hoy somos cada día más conscientes de las dos catástrofes que se divisan en el horizonte, el calentamiento de la tierra y una conflagración atómica, que podrían suponer la destrucción de una buena parte de la humanidad. Al igual que en el pasado, somos conscientes de los peligros que se ciernen sobre nuestras cabezas pero sin poder abrir un resquicio a la esperanza. Si el fumador empedernido no está dispuesto a dejar su vicio, pese a que no quepa ya engañarse sobre los daños, cuánto menos una sociedad en su conjunto estará dispuesta a modificar modos de producción y hábitos de consumo por las consecuencias nocivas que tengan en un futuro cercano: con la aceleración de la historia los 20 años de los que se habla no son más que un pequeño respiro.

De las secuelas terribles que se anuncian con el cambio climático, probablemente nos libremos por una anterior conflagración atómica, una amenaza mucho más incierta en cuanto a la fecha, pero no sobre su capacidad de destrucción o inevitabilidad. La mayor parte de los científicos que habían contribuido al desarrollo de la bomba ya compartieron en los años cincuenta el convencimiento de que se termina siempre empleando los medios disponibles, aunque el costo de algunos fuere la destrucción de la humanidad. Espanta comprobar que en un tiempo en el que cada vez es más acuciante el peligro de una guerra nuclear, más escasee una reflexión responsable sobre el tema.

El Tratado de No Proliferación, que promovieron las dos grandes potencias en un mundo bipolar -se firmó en 1968- no ha impedido que se haya ido ampliando el número de países en posesión de armas nucleares. Lo más digno de recalcar es que la nuclearización haya aumentado sólo en Asia. De los nueve países con armamento atómico, Rusia, China, Israel, India, Pakistán y Corea del Norte están en Asia, así como Irán, el próximo de la lista. Con la nuclearización de Corea del Norte se perfilan nuevos candidatos, Japón y Corea del Sur, y a más largo plazo, Australia y tal vez Indonesia. La proliferación atómica en Asia, un continente en rápido crecimiento económico, en el que en el siglo que comenzamos se decide el futuro de la humanidad, coincide con la pérdida de ambiciones nucleares en América Latina, (Brasil y Argentina) y en África (Suráfrica), las dos regiones que hasta ahora son las perdedoras de la nueva globalización.

El que Irak fuera invadido, no por poseer armas de destrucción masiva, sino precisamente por no tenerlas, ha ratificado la función defensiva de estas armas. Aunque, con la excepción de Estados Unidos, nadie se haya atrevido a emplearlas, en un mundo con 20 países nuclearizados, como el que se divisa en el horizonte, es altamente improbable que no se recurra a ellas, máxime cuando organizaciones terroristas podrían adquirirlas.

El Tratado de No Proliferación que se firmó en 1968 se convirtió en indefinido en 1995, con la promesa de que las cinco grandes potencias nucleares, con derecho de veto en el Consejo de Seguridad tomarían en serio la obligación asumida en el Tratado de ir deshaciéndose del arsenal atómico. En 1999, el Senado norteamericano no ratificó este acuerdo, así como algunos países, entre los que se cuentan Estados Unidos, China, India y Pakistán, tampoco han ratificado la prohibición de hacer pruebas nucleares. Y en cuanto al compromiso de desnuclearización, lo único que hasta ahora Estados Unidos y Rusia han llevado a cabo ha sido eliminar el armamento atómico caduco. Mientras las grandes potencias no estén dispuestas a renunciar al monopolio atómico, destruyendo por completo sus armas de destrucción masiva, seguirá aumentando el peligro de una conflagración atómica. Sin percibir el menor indicio de que algo así vaya a suceder, desespera no encontrar modo de vencer tamaña impotencia.

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